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El gran dictador



16 de septiembre de 1984.
Londres, Franja Aérea 1.

Comunicado oficial de El Gran Hermano a todos los súbditos de Oceanía.

Camaradas de Oceanía:

Hace un mes escaso, Lady Robinson, mi esposa, y primera dama del superestado de Oceanía, me dijo que ya no estaba enamorada de mí y que deseaba abandonar nuestro hogar conyugal. Unas palabras que llegaron a mí a contrapelo y que sentí, literalmente, como una amputación, como si una parte de mí se muriera irremediablemente en medio de una agonía dolorosa, profunda e intensa.

Tamaña afrenta podría haberme llevado, merced al poder que ostento, a ordenar de inmediato su ejecución, pero en lugar de esto le pedí que me diera explicaciones, que me contara con lujo de detalles cuáles fueron sus motivaciones para tomar esa decisión. Y, sobre todo, le pedí que me hablara de la evolución de sus sentimientos. Quería conocerlos. Me interesaba.

Lady Robinson, Elisabeth, Lyz, tuvo a bien sentarse conmigo y satisfacer mi demanda, transmitiéndome su relato de vivencia mediante una dulzura y una delicadeza de tal magnitud que sentí que me rompía por dentro en mil pedazos, que mi alma se hacía añicos.

Sus palabras, como digo, me llegaron tan adentro y su impacto fue tan grande en mi ser que, aunque ella no buscaba hacerme culpable, mi propia toma de conciencia me hizo sentir abyecto, miserable y odioso. Fue como si de repente me diera perfecta cuenta de quién era yo realmente: un ser despreciable capaz de los crímenes más horrendos. Porque eso, precisamente eso, es lo que yo he sido durante la mayor parte de mi existencia: un criminal. 

Después de escucharla, le supliqué de rodillas, entre sollozos, que no se marchara de mi lado, que me diera una nueva oportunidad, pero ella me respondió que si yo de verdad la amaba la dejaría libre. Y así lo hice. Porque, por primera vez en mi vida, sentí que la amaba. La amaba y la respetaba.

Sabed que los historiadores del futuro darán cuenta algún día de todos esos crímenes que apunto: de cómo me aproveché premeditada y alevosamente de la crisis mundial de mediados de siglo para dar un golpe de estado y deslegitimar el antiguo gobierno democrático de la República de Britania, de cómo mi gobierno corrupto malversó el caudal del erario público para satisfacer mis propios intereses y los de la oligarquía que aún rijo, de cómo desposeí a los nobles ciudadanos de sus derechos fundamentales, como el derecho a una vivienda digna, a una sanidad universal, a una educación gratuita y de calidad, de cómo poco a poco fueron suprimiéndose otros derechos esenciales, como el derecho de huelga, de manifestación o de reunión. Algún día saldrán a la luz el cúmulo de despropósitos, de continuadas mentiras, de descalificaciones gratuitas y torticeras vertidas sobre los miembros de la antigua oposición. El pueblo conocerá en el futuro los pormenores de las perversas alianzas que perpetramos con otros dictadores corruptos y genocidas y con las corporaciones transnacionales que anteponían el dinero a la dignidad humana y al bien común. Serán públicas y notorias las razones por las cuales entramos en guerra con Eurasia y Estasia. Razones que, ni que decir tiene, nada tuvieron que ver con la defensa de la paz y de la libertad. Y se sabrá algún día, también, la terrible suerte que corrieron los miembros de la disidencia política y social, de cómo detuvimos, torturamos y condenamos sin pruebas a decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas por el mero hecho de disentir, protestar y reclamar aquello que era justo, necesario y humanitario.

Ahora, que estoy frente a vosotros, quiero, no sé si en un intento vano de acallar el incesante griterío de mi conciencia, pediros perdón. Perdón por todos estos y otros tantos crímenes que no soy capaz de confesar. Por todo el daño, el dolor y el invaluable sufrimiento causados a este pueblo, a esta nación, a todos vosotros, a cada familia, a cada individuo, hombre, mujer, niño... Sí, os pido perdón, pero sin esperarlo. Porque yo mismo no sé si podría perdonarme algún día por todo el mal que he sembrado y cosechado en este mundo. Un mal que es, sencillamente, inenarrable.

El caso es que esta misma mañana he coordinado una reunión con el Consejo Dirigente del Gobierno de Oceanía, tras la cual he decretado la disolución inmediata del gobierno totalitario que yo presido, la reinstauración de todas las libertades individuales y comunitarias y la convocatoria de un gobierno de salvación nacional cuyo poder se configurará en virtud de las resoluciones dimanantes de las asambleas populares, que a partir de este momento vuelven a ser legales.

Asimismo, como custodio que soy del conjunto de los bienes del estado, enajeno todas las propiedades, divisas y el oro de la reserva nacional con carácter urgente y lo pongo a disposición de dichas asambleas, para aliviar lo antes posible el sufrimiento de nuestros compatriotas más desfavorecidos y necesitados.

Por otro lado, dentro de tres días me desplazaré a Germania, donde he organizado un encuentro con los mandatarios de Eurasia y de Estasia para rubricar un acuerdo trilateral que siente las bases de un armisticio duradero y de una cooperación multinacional basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad entre nuestros pueblos.

Y por último, deciros, hermanos de Oceanía, que cuando termine dicho encuentro regresaré a Londres para poner a vuestra disposición mi persona y mi vida. Deseo, si vosotros convenís conmigo, ser juzgado por un tribunal popular y que mi suerte sea decidida mediante un sufragio al que pueda concurrir libremente cualquier ciudadano de esta nación.

Que Dios me perdone y conceda larga vida al honorable pueblo de Oceanía.

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