Valencia, 15 marzo de 2014.
Torre de Santa Catalina: Miguel, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?
Torre de El Miguelete: Poco más de trescientos años, Catalina.
Catalina: Aún me acuerdo de cuando nací, a principios del siglo XVIII. ¿Te acuerdas tú?
Miguel: Por supuesto que me acuerdo. Llevaba mucho tiempo solo, aquí, en medio de la ciudad, y entonces, poco a poco, fuiste apareciendo tú. No imaginas cuánto me alegré de tu llegada. "Por fin una torre como yo, cerca de mí", pensé.
Catalina: Cuánto ha cambiado Valencia, ¿eh?, a lo largo de todos estos siglos... Se ha convertido en una metrópoli muy grande, enorme, y bulliciosa, incluso los seres humanos han construido máquinas voladoras que surcan sus cielos. Es increíble, ¿verdad?, de lo que son capaces las personas...
Miguel: Yo llevo mucho más tiempo que tú en la urbe. Antes, incluso, de que los hombres de estos reinos llegaran a las Américas. Tú aún no habías nacido. Aquellos pasaban por ser tiempos mucho más tranquilos, Catalina. La gente vivía de otra manera, como con más sosiego. Valencia era pequeña. Una modesta ciudad de campesinos. Nada que ver con lo que es ahora...
Catalina: Trescientos años... ¿Cuánto tiempo crees que puede llegar a vivir una torre, Miguel?
Miguel: Si un terremoto, un incendio o una guerra no la echan abajo, y si la restauran a lo largo del tiempo, pues... casi mil años; o puede que más.
Catalina: ¡Mil años! Cuántos acontecimientos podríamos ver en mil años, ¿eh, Miguel? ¿Te imaginas?
Miguel: Me encanta el entusiasmo con que vives las cosas, Catalina. Es una de las facetas que más me gusta de ti: tu frescura.
Catalina: ¿Sabes, Miguel?, también hay muchas facetas que me gustan de ti. Hace un lustro que quería decírtelo. Decirte lo mucho que me alegro, de corazón, de que estés ahí: tan cerca de mí. Que sepas que tu sola presencia, incluso cuando no repican tus campanas y estás en completo silencio, me reconforta hasta mis cimientos. Me hace muy feliz observarte por las mañanas, cuando despierto, y sigues justo ahí, al ladito de la calle Bordadores: imponente, recio, imperturbable... En esos instantes, el sol mañanero te da los buenos días con sus rayos de fuego, y por unos instantes tu espadaña resplandece como si fuera una corona de oro clavada en el cielo. De veras que luces muy hermoso. Además, me doy cuenta de lo mucho que te ama la gente, de tu buena fama, del interés que despiertas en los turistas, de las ganas que tienen de adentrarse en tu prisma octogonal, subir por el helicoide de tu escalera y llegar hasta lo más alto de ti, de escuchar el coro redoblado de tus regias campanas. Todo el mundo habla maravillas de las vistas que alcanzan a verse desde tu privilegiada atalaya. Me consta que no tienen parangón. Y es que tú, mi querido Miguel, tú... has vivido tanto... eres tan rico en experiencias... tus piedras destilan tanto sabor...
Miguel: Qué gusto escucharte diciendo todo eso, Catalina, porque yo también siento algo muy parecido por ti. Desde que eras sólo una torre adolescente, ya empecé a descubrir tu singular belleza y tu donaire. Es un placer contemplar sin prisa, deleitándome, tu talle esbelto y barroco, justo antes del ocaso, cuando el Sol de poniente tiñe tu alzado de un rojo bermejo, que parece que te ruborizas, y tus campanas repiquetean alborozadas en un dulce cascabeleo que resuena multiplicado en lo más hondo de mis entrañas. Con diferencia, me pareces la más hermosa de cuantas torres pueblan el horizonte urbano de Valencia.
Catalina: ¡Qué alegría me das, Miguel! [...] Oye, van a dar las ocho. ¿Qué te parece si repicamos juntos, al unísono, nuestras campanas?
Miguel: ¡Sí, hagámoslo! Que se oigan los tañidos hasta El Cabañal, hasta más allá de las Tres Cruces, hasta la vecina Alboraya. Hoy es un día de fiesta en la gran Valencia, y lo nuestro, Catalina, hay que celebrarlo.
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