Yo, de pequeño, creía que en un país mandaba el gobierno. Y, concretamente, su presidente. Me parece que me lo enseñaron en el colegio. Pero luego, cuando me hice mayor, me di cuenta de que esa era una mentira que me habían contado. Una parecida a la de la cigüeña que trae a los bebés de París.
A estas alturas de la película, ya no tengo ninguna duda. La experiencia me lo demuestra: las que mandan en un país son las multinacionales. Los gobiernos son marionetas, o sirvientes, si así suena mejor, que trabajan, no para el pueblo, sino para algunas de ellas. Los lobbies de estas empresas se encargan de comprarles o presionarles para que legislen en función de sus intereses. Unos intereses que, las más de las veces, anteponen el beneficio económico al bienestar de las personas. Y este hecho que os comento es de una obviedad tal que, a veces, con toda la desfachatez del mundo, algunos expresidentes del gobierno, o exministros, se retiran ocupando puestos directivos en algunas de esas mismas multinacionales a las que han favorecido en su etapa como mandatarios. A eso se le llama descaro. O desvergüenza. O amoralidad. Como prefiráis.
Lo de la democracia y el voto cada cuatro años es una formalidad, un paripé, mejor dicho, que confiere a un país la apariencia de civilizado; y, de paso, le hace creer al ciudadano que pinta algo, que su voto cuenta y es importante. ¡Tururú! Democracia real sería que los ciudadanos pudiéramos votar cualquier aspecto que tenga una mínima repercusión o trascendencia en nuestras vidas (como hacen los suizos, por ejemplo).
Tal como yo lo veo, votamos, prácticamente, a diario, cada vez que adquirimos un bien, ya sea un producto o un servicio. Porque cada vez que compramos algo estamos apoyando, favoreciendo y dando de comer a una empresa, o multinacional, que sigue una determinada política. Así que si compramos sistemáticamente bienes o servicios de empresas que contaminan, que explotan a sus trabajadores, o que, por ejemplo, pretenden privatizar toda el agua del planeta (como Nestlé), pongamos por caso, perderemos legitimidad moral a la hora de reivindicar un mundo más justo, solidario y sostenible. Porque nosotros, nos guste o no, seremos cómplices de esa infamia.
A pesar de que vivamos en una dictadura disfrazada de democracia, en la que ya ni siquiera está permitido extraer energía del Sol sin pagar un impuesto, lo que todavía no nos han robado a los ciudadanos es nuestra capacidad para elegir. Elegir lo que hacemos con nuestro dinero. Dónde lo destinamos, dónde lo invertimos, dónde lo gastamos.
¿De verdad quieres vivir en un mundo mejor? Pues entonces quizá quieras pararte a pensar un momento y considerar adónde va a parar tu dinero.
Tú tienes un enorme poder: el de llenar los bolsillos de delincuentes (cuando no, criminales), o dar de comer a gente honrada que produce bienes o servicios en armonía con las personas y con el planeta.
Tú eliges.
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