Un inmenso glaciar. Inabarcable por la mente humana más imaginativa. El color azul claro aturquesado del hielo bajo la gruesa capa de nieve... en mitad de un río infinito de agua congelada. Hace noventa mil años. Es el primer recuerdo que tengo de mí misma. Aquel estado sólido, pétreo, compacto y gélido de mis moléculas. El silencio absoluto, imperando en la cornisa levantina de aquella isla colosal, que era Groenlandia.
Como hielo, yo era quebradiza, hasta que mi acumulación alcanzó los cincuenta metros de espesor. Una vez sobrepasado este límite, adopté el carácter de un material plástico, y empecé a fluir. Y así, pausadamente, a razón de medio metro por día, avanzaba mi frente. Sin embargo, la presión de aquella masa titánica era descomunal en la base, a lo que el hielo de las capas superiores, al ser más rígido, se fracturaba constantemente, formando también grietas lacerantes de varias decenas de metros de profundidad.
Conforme transcurrieron los milenios, me fui acercando cada vez más a la costa, arrastrando conmigo a las morrenas de rocas trituradas por la fricción y el desgaste. Todo, menos el cielo acimutal que me arropaba, era muy rudo en aquel valle albino y primigenio, y el avance de la lengua glaciar, lento; muy, muy lento.
A principios del siglo XIX, llegué entera, en bloque, al litoral. Pero al entrar en la nueva estación, el tibio verano y su correspondiente subida de las temperaturas provocaron que me desprendiera de la masa continental, convirtiéndome en un iceberg solitario.
Despaciosamente, flotando sobre la superficie marítima y navegando a la deriva, libre ya de ataduras, necesité nueve meses más para derretirme por completo. Algo que me sucedió cercana a la Península del Labrador, junto a Terranova, en la vertiente atlántica del Canadá.
Líquida. Ese era mi nuevo y fenomenal estado. Ya era parte del océano. Por fin, la fusión. Y dentro de mí, en mi vientre acuoso, un mundo rebosante de vida gestándose y evolucionando a cada instante.
Sin lugar a dudas, prefería ser flexible antes que dura y rígida. Sobre todo, por mi capacidad recién estrenada para adaptarme mejor al medio y para fluir con éxito en él, independientemente de las circunstancias. Formar parte de una serena y silenciosa fosa abisal, por ejemplo, o de una corriente cálida que se desplaza veloz como un delfín, o de una ola rampante plantando cara a un buque de guerra en medio de una tormenta. Eso es pasión: esa suerte de emociones tan variadas e intensas que te sobrecogen o te expanden. Eso es sentirse viva. Eso es el éxtasis.
El tiempo, que no cesa ni por un instante, fue diluyendo con esmero mi salinidad. Fue haciéndome, progresivamente, un agua más liviana, hasta superponerme por completo sobre el manto oceánico. Y allí, sobre la superficie fluctuante de un mar que sube y baja, que viene y va, merced al amoroso calor del Sol incidiendo sobre mi ondulado cuerpo de salitre, comencé a evaporarme.
Ligera, amorfa y vaporosa, habiendo dejado atrás la todavía lastrosa condición del mundo oceánico, mezclada con el oxígeno, el nitrógeno y el argón, podía volar ya hasta lo más alto, transformarme en un cúmulo algodonoso, en un nimbo que presagia borrasca o en un cirro que deambula deshilachado y estilizado por la estratosfera. Una nube quería ser yo. Y lo fui.
El viento no conoce límites ni fronteras. Ruge, sopla y embiste por doquier, sin que nada ni nadie lo detenga. Es el dueño de la atmósfera. Es el rey. Es mi noble señor. Y adondequiera que me llevara, doblegada mi voluntad a la suya, yo iba con él. Nada en esta existencia me hizo más feliz que ser el vórtice de un ciclón de mil quilómetros de diámetro, el núcleo imparable de aquella bestia salvaje pero efímera abrazando a la Madre Tierra con mis brazos espirales. Fueron días de gloria, en los que incluso los hombres de América, que empequeñecían ante mi sombra, me pusieron nombre de mujer: Ophelia.
Y aunque el cielo protector era mi nuevo hogar, y una privilegiada atalaya desde la cual contemplar el planeta. A pesar de las múltiples ventajas que confiere esa perspectiva elevada y unificadora de la realidad. A pesar de la calma y el sosiego inherente a las alturas, que me alejaba de los avatares y los sinsabores del mundo inferior. A pesar de todo ello, un extraño anhelo anidó en mí alma: las ganas de condensarme, de agregarme y de precipitarme finalmente en el vacío...
Ahora soy lluvia.
Y me derramo sobre el mundo.
Y me derramo sobre el mundo.
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