Ir al contenido principal

Los objetos tienen alma


En mi opinión, decir que los objetos no tienen vida es incierto. De hecho, muchas veces se alude a su vida útil para referirse a su duración en el tiempo. Y si uno se para a pensarlo, también poseen una fecha de fabricación, un nacimiento, y un final (a veces, denominado caducidad). Exactamente igual que un ser vivo.

Es verdad que no son orgánicos y que no pueden reproducirse. Pero sí que lo es que cumplen una función de relación con su entorno, tal como la cumplen los seres vivos. ¿Acaso tú no te relacionas con tu móvil o con tu ordenador y ellos contigo? ¿Acaso no intercambiáis miradas e información? ¿Y no es cierto que tú también te relacionas con tu ascensor cuando pulsas un botón... y él te obedece? ¿A que él te va dando información en una pantalla de la planta en la que te encuentras en cada momento? ¿Y no es eso un intercambio? ¿No es una función de relación?

O cuando te subes en tu coche: tú manejas el volante, las marchas, los intermitentes, aprietas botones, le dices lo que él tiene que hacer en cada momento, y él va y lo hace, te responde. Además, te devuelve información necesaria: la velocidad a la que circulas, el nivel de combustible, la temperatura del aceite, tu ubicación mediante el GPS...

Luego no es descabellado decir que los objetos tienen vida. La tienen, literalmente.

Y exactamente igual que el resto de seres que se manifiestan en el Universo, poseen una energía que les envuelve, que les caracteriza (esencialmente, Yin o Yang, femenina o masculina) y que irradian. Una energía sutil que va más allá de lo físico y que es perceptible, del mismo modo que a veces llegamos a un sitio nuevo, o acabamos de conocer a alguien y sentimos que nos da buenas o malas vibraciones.

Todo vibra, en efecto, porque todo es energía.

Merced a un principio de empatía o antipatía, sin darnos cuenta muchas veces, los seres humanos establecemos, asimismo, vínculos emocionales con los objetos. Por ejemplo: algunas personas pueden llegar a detestar (cuando no, odiar) a su despertador, mientras que otras es muy posible que adoren a su moto, a su reloj o a su teléfono móvil. Pero quizá lo más interesante de esta cuestión es que, aparte de su propia energía, al elegir los objetos mediante afinidad, éstos se convierten en espejos que reflejan nuestra propia forma de ser. Es decir, nosotros, en nuestra interacción con ellos, los impregnamos con nuestra personalidad; y ellos, por su lado, incorporan parte de ella.

He conocido a personas cuyo ordenador se bloqueaba en un momento de sus vidas en el que ellas estaban bloqueadas, y otras a las que les fallaba sistemáticamente el móvil, siendo que en sus vidas estaban experimentando serios problemas de comunicación con los demás. 

También he conocido a otras personas que trataban con muy poco respeto a su coche: lo forzaban demasiado, lo limpiaban de uvas a peras, apenas lo cuidaban... y éste se les averiaba cada dos por tres, incluso siendo de una marca de gran prestigio. Y, contrariamente, conocí a una persona sumamente apacible que en quince años sólo lo había llevado al taller para hacerle revisiones, pero nunca por averías.

Al igual que las casas, que una prenda de vestir o que un automóvil, el resto de objetos tiene un alma. Una energía sensible al entorno que reacciona según las circunstancias, una energía que responde a tus actos y que es un espejo fiel de tu propia energía personal.

Yo he podido comprobarlo muchísimas veces: ha sido en los momentos más conflictivos de mi vida cuando he experimentado más problemas, contratiempos o averías con mis objetos personales. Y al contrario: en las épocas de más serenidad, de más equilibrio y armonía, ha sido cuando mejor han funcionado mis objetos y cuando menos problemas me han dado.

A veces, algunas personas, se refieren a los objetos como algo inferior al ser humano, como algo sin vida, insensible, inerte, inanimado, sin alma. Y lógicamente, los tratan en consecuencia: sin la suficiente delicadeza, sin la necesaria consideración. Pero la experiencia me demuestra que si no estableces un vínculo de empatía y de respeto con tus objetos de uso personal no esperes que ellos te respondan como a ti te gustaría, porque lo más probable será que te fallen, que se estropeen, que se bloqueen, que se rompan o que... te dejen tirado.

Yo amo la fotografía. Es una de mis grandes pasiones. Y mi cámara, hablando de todo un poco, es lo que me permite poder captar esa belleza de mi entorno e inmortalizarla en forma de fotografías. Es decir, que puedo hacer todo eso gracias a ella. Gracias a la pulcritud... de su óptica, a la agudeza... de su objetivo y a la sensibilidad... de su sensor. ¿Y cómo no iba a amar a algo tan hermoso? Algo que me ha dado en todo momento, desde que la conozco, lo mejor de sí misma.

Si soy capaz de amar a una persona, con sus luces y sus sombras. Si a pesar de éstas, soy capaz de amarla, ¿cómo no iba a amar a un objeto? Amar a un objeto es tan fácil... 

Puestos a amar, amo a mi ordenador, porque gracias a él puedo desempeñar una parte importantísima de mi trabajo. Amo a mi bicicleta porque, aparte de ser bella y fuerte, siempre me lleva adonde le digo sin quejarse y sin pedirme nada a cambio. Amo a mi teléfono móvil, porque él me permite comunicarme con muchas personas que quiero, ya sea por motivos personales o laborales. Amo a mi reloj, porque gracias a él puedo llegar puntual a mis citas. Amo a la bombilla de la lámpara de la mesa de mi despacho, porque ella me alumbra por las noches y me permite ver cómodamente cuando escasea la luz. 

Y amo, cómo no, al Universo. Y, cada vez más, a los seres y objetos que se cruzan en mi camino, porque gracias a todos ellos, a todos vosotros, a ti, mi vida tiene sentido.

Mucho sentido...


(Foto por Carlos L. V.).

Comentarios

Entradas populares de este blog

Catalina y Miguel: una historia de amor.

Valencia, 15 marzo de 2014. Torre de Santa Catalina: Miguel, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? Torre de El Miguelete: Poco más de trescientos años, Catalina. Catalina: Aún me acuerdo de cuando nací, a principios del siglo XVIII. ¿Te acuerdas tú? Miguel: Por supuesto que me acuerdo. Llevaba mucho tiempo solo, aquí, en medio de la ciudad, y entonces, poco a poco, fuiste apareciendo tú. No imaginas cuánto me alegré de tu llegada. "Por fin una torre como yo, cerca de mí", pensé. Catalina: Cuánto ha cambiado Valencia, ¿eh?, a lo largo de todos estos siglos... Se ha convertido en una metrópoli muy grande, enorme, y bulliciosa, incluso los seres humanos han construido máquinas voladoras que surcan sus cielos. Es increíble, ¿verdad?, de lo que son capaces las personas... Miguel: Yo llevo mucho más tiempo que tú en la urbe. Antes, incluso, de que los hombres de estos reinos llegaran a las Américas. Tú aún no habías nacido. Aquellos pasaban por ser tiempos

Vaalbará

Pangea fue un supercontinente que se originó hace 300 millones de años y que al fragmentarse (unos 100 millones de años más tarde) dio lugar a Gondwana y Laurasia , los dos protocontinentes precursores de los que existen hoy en día. Sin embargo, a lo largo de la historia de la Tierra han existido otros supercontinentes antes de Pangea ( Pannotia, Rodinia, Columbia, Atlántica, Nena, Kenorland, Ur ...), los cuales fueron fragmentándose y recomponiéndose en un dilatado ciclo de miles de millones de años. El primero de esos supercontinentes se denominó Vaalbará . Vaalbará es un vocablo hibridado que resulta de fusionar los nombres Kaapval y Pilbara , el de los dos únicos cratones arcaicos que subsisten en la Tierra (los cratones son porciones de masa continental que han permanecido inalteradas -ajenas a movimientos orogénicos- con el paso del tiempo). La Tierra hace 3.600 millones de años. Y el supercontinente Vaalbará conformado en medio del superocéano Panthalassa

Los indios no eran los malos de la película

Cuando yo era pequeño y veía las películas de indios y vaqueros en la tele, enseguida me identificaba con los vaqueros. No era de extrañar. A fin de cuentas, a los indios se les pintaba, a todas luces, como los malos, como los salvajes, como unos sanguinarios sin piedad. Sin embargo, los vaqueros, al contrario, eran la gente decente. Los colonos que llegaban a la tierra prometida y se sentían plenamente legitimados para conquistarla, para apropiarse de ella, para explotarla y establecerse allí con sus familias. Ese, aparentemente, era un noble propósito: conquistar un trozo de tierra para darle a tu familia, a tus hijos, la oportunidad de tener una vida mejor y más próspera. Y es, como digo, algo humanamente lógico. Porque, ¿quién no desea tener una vida mejor para sí mismo y para los suyos? Claro que, cuando dejé de ser un niño y me hice mayor, y me informé adecuadamente acerca de aquellos acontecimientos históricos, no tardé en comprender que los indios no eran los malos