Cierto día, un trozo de hierro dulce comenzó a ser golpeado de forma incesante y contundente por un recio martillo.
Transcurrió el tiempo y el trozo de hierro empezó a lamentarse amargamente. El pobre, desesperado y compungido por el dolor, no entendía nada de lo que estaba sucediendo: ni dónde se encontraba ni por qué le ocurría todo aquello.
No lo comprendo… no sé qué he hecho yo para merecer semejante castigo. Este maldito hombre no hace más que golpearme cruelmente con un martillo. ¡Lo odio! No soporto que me introduzca en estas brasas candentes, con este calor sofocante. Y después, cuando creo que todo ha acabado, vuelta a comenzar con el martillo… ¡Esto duele mucho! ¡No aguanto más! ¿Es que no va a terminar nunca este tormento?
Pero lo que el trozo de hierro ignoraba era que se encontraba en una fragua, y que aquel hombre no era sino el mismísimo dios Vulcano, encarnado en herrero, quien lo había elegido especialmente a él para convertirlo en el acero templado de su propia espada.
Una magnífica, hermosa y poderosa espada.
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