Acabo de llegar del Consum, de comprar una escoba para barrer la cocina. Vengo de uno que me queda a cinco minutos de casa, y al que acudo de vez en cuando a comprar algunas cosas que me hacen falta.
A veces, al hacer cola, me toca una cajera que tendrá entre cuarenta y cinco y cincuenta años. No es especialmente agraciada, ni tiene el mejor tipo que yo haya visto en una mujer. Tampoco lleva el pelo muy arreglado, que digamos. Incluso, a poco que uno se fije, descubre sin demasiado esfuerzo que le impregna la expresión de su rostro un aire triste y gris, como con una melancolía inherente y tenaz, que no pudiera remediarse. Y quizá por todo ello, por esa aureola de persona venida a menos, no me parece, de buenas a primeras, una mujer especialmente femenina, ni sexy, ni, en lo particular, atractiva.
Con todo, la mencionada tiene algo que, por de pronto, me llama la atención, y que la diferencia del resto de sus compañeros. Me refiero a que cada vez que se despide de un cliente, siempre, le dice: Que tengas un buen día. Y me atrevería a asegurar, para más señas, que hasta lo dice con un atisbo de entusiasmo, que lo dice de corazón. O, al menos, a mí me lo parece.
A pesar de este desacostumbrado gesto de simpatía, son muy pocos los clientes que le devuelven la amabilidad. Algunos, aunque pueda sorprender, ni le contestan. Y de los que lo hacen, casi ninguno le mira a la cara cuando le dicen Adiós o Hasta luego. E imagino que esta indiferencia, que a veces puede trocarse en lacerante desdén, hace mella en su alma, como nos la haría a cualquiera de nosotros en la nuestra. Seguro estoy.
Ana, puede leerse en la identificación que lleva prendida de la blusa. Ana...
Yo, cuando ella me dice lo de Que tengas un buen día, le contesto: Gracias, igualmente. Pero hoy he decidido ser especialmente simpático y amable con ella, más que otras veces, como queriéndole hacer un regalo, como queriéndola hacer feliz, como... queriéndola.
Hoy le he sonreído de oreja a oreja mientras me despedía de ella, y he cambiado la fórmula habitual de cortesía por un Que tú también tengas un muy feliz día, Ana. Y el milagro se ha producido. No podía ser de otra manera. Creo que el hecho de que haya pronunciado su nombre le ha llegado al alma.
El rostro de esta persona, de este ser humano, de esta mujer normal y corriente, se ha iluminado y ha brillado por unos instantes como lo haría un sol cenital de mediodía, o como una estrella supernova. Sus ojos, de hecho, parecían antorchas al mirarme. Y su expresión, dominada enteramente por una sonrisa tan amplia como incontenible, parecía haber entrado momentáneamente en un estado de suspensión, de inopia, de divina gracia, de éxtasis...
Tal que así, de repente, Ana se ha vuelto hermosa, bella, atractiva.
Y yo, a punto de salir por la puerta del Consum, me he girado un momento para mirarla una vez más. A lo que ella estaba clavando sus ojos en mí, como ajena a la larga cola de clientes esperando, o como si no le importara en lo más mínimo la batería de productos que aún tenía que pasar por el escáner.
Ana, como transportada a otro mundo, a otra realidad, me ha mirado sonriente y entregada. Y yo, entonces, he pensado: ¿Sabes que ahora mismo podría comerte a besos? ¿Sabes lo que puedes despertarle a un hombre si sonríes, preciosa?
¿Sabrás algún día que te dediqué una hora de mi vida,
un trozo de mi corazón
y una entrada en mi blog?
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