A instancias de la diosa Hydra y sus encantos, había prendido en el corazón del dios Pyros un fuego de proporciones nunca vistas en la eternidad. Un fuego incendiario expandiéndose vorazmente en una combustión titánica sin medida. Un fuego abrasador y calcinante, como el que rige en el núcleo incandescente de una estrella. Un fuego palpitante que exhalaba con cada aliento una suerte de llamaradas crecientes y multiplicadas. Un fuego absoluto. Un fuego infinito.
Entonces, llegó la diosa Hydra, con intención de aplacar aquella ignición devastadora. Traía consigo, sobre su hermosa cabeza de cabellos líquidos y ondulados, una pléyade de nimbos descomunales cargados de lluvia. Arrastraba tras de sí océanos inabarcables, jamás cartografiados en los atlas de los hombres. Portaba en sus manos divinas los más caudalosos ríos de la tierra conocida; y todos los torrentes, manantiales y arroyos de agua fresca que pudo encontrar a su paso por el mundo.
Llegó la diosa Hydra y abrazó al dios Pyros.
Vapor, vapor, vapor...
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