En aquel parque regio el tiempo preotoñal ya se dejaba sentir con sus colores ocres y su hojarasca. Ella vestía unos pantalones largos, no muy ajustados, una blusa de dos tonos a juego, con un pañuelo anudado al cuello, una chaqueta fina entallada, de punto y color oscuro, y unas bailarinas calzando sus pies. Ninguna porción de su cuerpo ni de su piel se entreveía o insinuaba. Quedaban desnudos sus tobillos y sus manos; únicamente. Ni rastro de maquillaje en su rostro, ni de carmín en sus labios, o de sombra alguna en sus ojos.
Caminaba con pausa, junto al lago, envuelta en un aura de dignidad, plenitud y hermosura. Y de vez en cuando, al mirarla yo de reojo, me devolvía ella la mirada, sonriendo tímidamente. Lo demás, entre nosotros, era puro silencio. Silencio y una cálida brisa.
Yo sentía cómo su esencia de mujer traspasaba
las fronteras inherentes a su cuerpo,
las de la materia que la envolvía,
las de la distancia física,
las de la distancia física,
y cómo alcanzaba
mi propia alma
mi propia alma
para, al fin,
habitarla.
habitarla.
Si ella supiera...
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