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Diana, la cazadora.



Isla de Ortigia, en un tiempo pasado y muy remoto…

Diana: Yo soy Diana, y tú debes de ser Acteón. 
Acteón: Lo soy.
Diana: Los lugareños me han hablado de ti. Aseguran que eres un dios, como yo. 
Acteón: Cierto.
Diana: Y que abatiste con tu lanza certera a una miríada de elefantes en África. Que también allí le arrancaste el corazón a una centena de fieros leones, y que una serpiente de proporciones nunca vistas por los hombres te engulló vivo, y que luego saliste de su vientre a fuerza de rasgarlo con una daga.
Acteón: Verdad es.
Diana: Esta mañana te he presentido, y tu imagen, llena de vigor y fuerza, ha venido a refrescar mi alma, que ardía de ausencia. Sin embargo, te descubro ahora sentado al borde de esa piedra, con tus trofeos de hoy desparramados por el suelo, cabizbajo, y con las manos ensagrentadas. ¿Qué pena te aflige, mi buen cazador?
Acteón: Ninguna, hermosa Diana, ninguna. Simplemente, que ya estoy saciado de tanta muerte cruenta e innecesaria.

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