Hace tiempo, entablé amistad con un matrimonio encantador de Valencia. Experimentaban serios problemas económicos por haber perdido su trabajo, pero la vida terminó sonriéndoles a ambos, ofreciéndoles una nueva oportunidad en Australia, donde ahora viven felizmente desde hace un año.
Estos amigos tienen una hija que se llama Adela, y que ahora ha cumplido siete años.
Hace dos, cuando aún vivían en Valencia, la única abuela, y cuidadora supletoria, que tenía Adela falleció, por lo que cuando mis amigos querían salir por la noche, llamaban a algún amigo o amiga para que hiciera de canguro (los canguros fueron un adelanto de lo que les esperaba en el futuro...). Un día de esos me tocó a mí, pero les dije que prefería que me trajeran a Adela a casa, en vez de ir yo a la de ellos. Más que nada, porque en previsión de que la solicitud llegara algún día (lo que pensamos tiende a materializarse), decidí habilitar una habitación entera de mi casa para que jugara la pequeñuela.
Para tal efecto, compré pintura ecológica, pinté una habitación con ella, dos capas. Coloqué una gran alfombra anaranjada de algodón en el suelo, una mesa baja de madera, almohadones, un equipo para poner música, muchos lápices, rotuladores y demás utensilios para dibujar y papeles en blanco con una gran variedad de tamaños. Total: que dediqué un fin de semana entero a acondicionar la habitación para que la cría se sintiera lo más a gusto posible.
Adela ha sido, con diferencia, la niña más especial que he conocido en mi vida. Tenía cinco años pero podía mantener una conversación con ella, casi, como si tuviera diez o doce. Sus padres eran filólogos, y ya siendo un bebé le habían hablado habitualmente con un lenguaje muy diáfano, conciso, elaborado y con una enorme variedad de registros léxicos. Lo cual, también había contribuido a conferirle una estructura compleja y muy desarrollada a su mente. La cría, por ejemplo, sabía denominar perfectamente todos los objetos que se encontraban en mi cocina. Pero lo mejor de Adela, aparte de su preciosa carita de ángel, era su corazón, que yo sentía como algo inmenso, desbordante y sin límites.
El caso es que un buen día, Adela llegó a mi casa. Les dije a los padres que me la trajeran a media tarde para que merendara conmigo. Serví la merienda en mi despacho...
Cuando Adela entró, sus ojazos y su boca se abrieron de par en par. Clavó su mirada estupefacta en tres dibujos de gran formato que colgaban de las paredes. Dijo: "¡Son preciosos! ¿Los has dibujado tú, Carlos?". "Sí, preciosa", le dije yo, "hace algunos años". "¿Cómo has sabido que los dibujé yo?", le pregunté sorprendido. "No lo sé, pero lo sabía". Así era Adela: única.
La cría, al cabo de un rato, añadió: "¿Y por qué son tan bonitos?". A lo que me nació contestarle: "Pues... cuando yo dibujo me siento libre de expresar todo lo que llevo dentro, sin límites". Entonces, la cría me miró y sonrió en silencio.
Cuando terminamos de merendar, fuimos a la habitación, a su habitación, que gracias a Dios le encantó, y simplemente le dije: "He comprado todo esto para ti, así que eres libre de dibujar lo que quieras, y luego me lo enseñas, ¿vale? Yo me voy a trabajar un rato al despacho".
Me imbuí en mi trabajo y regresé a la habitación donde estaba Adela al cabo de unos tres cuartos de hora. No lo podía creer cuando entré: ¡todas las paredes estaban pintadas hasta la altura de su cabeza!¡Y los folios en blanco! Me quedé, prácticamente, en estado de shock.
Sentí un primer impulso de decirle algo como: "¡¿Qué has hecho, Adela?!". Pero la cría, al ver mi cara desencajada, no hizo otra cosa que sonreír mientras me decía: "¿Te gustan mis dibujos, Carlos?". Entonces, sentí que se me caía el alma a los pies, sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, unas ganas de llorar de emoción, de infinitud. Y sentí, además, en ese preciso momento, que Adela y yo éramos como distintas expresiones de un mismo ser, como almas gemelas reencontradas. Porque yo, dadas las circunstancias (extraordinarias a más no poder), me estaba rindiendo ante lo evidente: que yo amaba, sin el menor atisbo de rechazo, aquellos dibujos preciosos, coloridos y caóticos de las paredes: los dibujos de Adela. Y los amaba porque eran perfectos y maravillosos tal como eran: fruto de un alma singular y desmesuradamente hermosa venida a este mundo para romper moldes establecidos.
Al cabo de un rato, cuando me recuperé del torrente emocional, a pesar de haber sentido esa desacostumbrada conexión de mente, corazón y alma con ella, sentí también el impulso de preguntarle, a sabiendas de lo que me iba a contestar. Simplemente, quería escucharlo de su viva voz: "¿Por qué has dibujado en las paredes y no en los folios, Adela?".
"Porque cuando me enseñaste tus dibujos tan bonitos dijiste que te sentías libre de expresar todo lo que llevabas dentro, sin límites; y yo quería dibujar como tú".
Comprenderéis que una criatura así no se olvida fácilmente,
y que cuando se mete en tu corazón ya se queda ahí de por vida.
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