Hace poco, en nuestro primer encuentro, subimos a la Torre de la Reina, a lo más alto. Yo le había dicho un día antes, susurrándole al oído y cogiéndole las manos: Preciosa, te voy a llevar a un sitio que te encantará y donde disfrutarás de una perspectiva elevada de la realidad. A un lugar que encaja perfectamente contigo. Lo recuerdo como si fuera ayer...
Los toques de la campana de la espadaña habían dado las ocho de la tarde, y el Sol ya se desplomaba hinchado y teñido de rojo por el horizonte. Ella estaba apoyada en la crestería de piedra que sirve de barandilla, mirando al infinito; y yo, a su vez, la miraba apacible y sonriente. En sus ojos marrón oscuro, como en un espejo hecho de abismos, veía reflejado el cielo salpicado de cirros, las montañas altivas rodeando la ciudad que nos acogía, la inmensidad abrupta del mar Mediterráneo, el mundo entero condensado en sus pupilas...
En ellas podía observar, como en un antiguo celuloide, escenas fugaces de otras vidas. Escenas donde danzaba desnuda alrededor de un fuego, al compás de tambores primitivos; donde aparecía en una ceremonia del té, con sus labios pintados de rojo y su tez pálida como el nácar; o donde atendía con habilidad y ternura a heridos de guerra, en un hospital de campaña...
Entonces, me miró ella apacible y sonriente, como si se reconociera en mi mirada. Y yo, en un amago de eternidad, me vi también reflejado en sus ojos, ardientes como antorchas...
Y al calor de ese fuego sobrehumano,
abrazados los dos en la alta torre,
sin apenas darnos cuenta,
nos sorprendió la noche...
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