Ella: Hola, ¿adónde vas?
Él: Hacia el sur.
Ella: Vale, pues entonces me subo. Yo también voy hacia allí.
Él: Sí, sube y deja tu maleta en el asiento de atrás.
Ella: Muy bien. [...] Por cierto, yo me llamo Noelia, ¿y tú?
Él: Karel.
Ella: Encantada. [...] ¿Sabes?, me he fijado que has puesto el intermitente a unos trescientos metros de donde yo estaba. ¿Ibas a pararte para recogerme sin tan siquiera haberme visto la cara?
Él: Sí, iba a pararme porque sopla viento del sur, y yo circulaba muy despacio con el coche. Así que me ha llegado el olor de tu perfume en la distancia. Me gusta cómo huele Lolita Lempicka. Es muy dulce, con un aire como de adolescencia. Así que he pensado que tú serías una mujer amable y con cierta frescura. Una agradable compañera de viaje.
Ella: ¡Vaya, cuánta información sobre mí a trescientos metros de distancia! Y encima entiendes de perfumes. Me sorprendes, Karel.
Él: Simplemente, me fijo en las cosas que me gustan y las recuerdo.
Ella: Ya veo, ya...
Él: ¿Y tú por qué te has decidido a subir en el coche de un desconocido?
Ella: Me ha llamado la atención su color plateado y brillante. No está pintado, ¿verdad?
Él: No, es aluminio pulido.
Ella: He pensado que alguien que conduce un coche tan atípico debía de ser alguien también atípico, y creo que no voy desencaminada...
Él: Me haces gracia, Noelia.
Ella: Y tú a mí, Karel.
Él: Voy a tomar la autopista.
Ella: ¿Tienes prisa?
Él: No. Era por comodidad.
Ella: ¿Y por qué no seguimos por esta carretera solitaria?
Él: Vale, no me importa.
Ella: Me gusta mirar estos campos de cereales. ¿Has visto el color que tienen con el Sol del ocaso? Las espigas parecen hechas de oro.
Él: Sí, estos campos ganan con el atardecer.
Ella: Oye, me das la impresión de ser un hombre muy tranquilo. Miras la carretera fijamente, con tu brazo izquierdo apoyado en la ventanilla y la mano descolgada por dentro, y no dejas de sonreír. ¿En qué piensas?
Él: No pienso en nada. Simplemente, disfruto. Por eso sonrío todo el tiempo.
Ella: ¿Sabes, Karel?, siento la potencia de tu coche en mi estómago, cuando aceleras con fuerza al salir de las curvas. Debe de tener muchos caballos, ¿no?
Él: Mil cuatrocientos.
Ella: Uf... me corta la respiración. [...] ¿Y ese silbido tan peculiar que hace el motor?
Él: Es porque es eléctrico.
Ella: Vaya, interesante... [...] Oye, Karel, si no es indiscreción, ¿qué vas a hacer cuando llegues a tu destino?
Él: No tengo destino, preciosa. Simplemente, voy hacia el sur.
Ella: ¿Piensas llegar al mar?
Él: Es posible.
Ella: A mí me gustaría ir allí. Caminar descalza por la orilla, tumbarme sin prisa sobre la arena, bañarme...
Él: A cien quilómetros de aquí está el Cabo de las Tres Puntas. Una zona rocosa muy escarpada. Allí, las olas, en un día como el de hoy, pueden romper con ocho o nueve metros de altura. Y si las miras desde el borde del acantilado, mientras arremeten en su base, puedes sentir el suelo temblando intensamente bajo tus pies, igual que en un terremoto. Y el ritmo de ese vaivén percutor recuerda a los latidos de un corazón. Al corazón desbocado de una fiera salvaje.
Ella: ¿Sabes, Karel?, estoy temblando.
Él: Seguro que con veintiséis grados no es de frío...
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