Lo que para muchos es un asunto desagradable, para mí, es la razón de mi existencia, lo que me da la vida: los trapos sucios.
Cuando a mi alrededor escucho frases del tipo No me saques ahora tus trapos sucios, yo pienso: Dámelos a mí, que yo me encargaré de ellos con amor.
Y es que, conforme pasan los días de la semana, voy deseando más y más que llegue el momento de la colada. Imaginadlo: notar cómo una mano humana me toca, cómo aprieta mis teclas y gira mis botones para programarme, cómo deposita detergente y suavizante en los compartimentos de mi cajetín, cómo rellena mi espacio interior con camisetas, calcetines, toallas, sábanas... Me hace sentir tan plena... Qué maravilla. Qué felicidad.
Todo el proceso comienza cuando mojo los trapos sucios. Primero, los humedezco, y luego los empapo. Entonces, dejo que entre el detergente y empiezo a darle vueltas a todo para que se mezcle bien con el agua. Giro a la izquierda, giro a la derecha; izquierda, derecha, y vuelta a empezar... Así me paso un rato, desde quince minutos hasta tres horas, depende del día y de lo que haya que lavar. Es muy variable. A veces, la gente saca muchos trapos sucios y tengo que esmerarme a fondo. Otras, son muy pocos y la cosa se hace fácil y llevadera. Pero sea como sea, yo disfruto. Es mi pasión.
Después de quitarles lo que les sobra, la suciedad, dedico un tiempo a la última etapa. O sea, a que todo quede perfectamente aclarado... y no haya dudas. Aunque lo mejor de todo es el final, que siempre es apoteósico. Porque mi vientre empieza a girar, poco a poco, hasta que me revoluciono yo sola y todo va dando vueltas, muy, muy deprisa. El sonido va creciendo. Siento la intensidad del momento. Y debido a todo ese movimiento interno que me sacude, yo vibro y tiemblo. Vamos, que estoy que me salgo, de la emoción.
Y cuando todo ha terminado, ya no queda ni rastro de los trapos sucios. Son historia. Entonces, todo lo que brota de de mí está limpio, suave y huele a flores.
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