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Kizomba


El otro fin de semana, salí por ahí con unos amigos a cenar, tomar algo y echar unas risas. Hacía tiempo que no nos veíamos.

Pasada la medianoche, desembocamos en un local de moda, mezcla de pub y salón de baile. Y total: que en un momento dado empezó a sonar una música extraordinariamente pegadiza y muy sugerente. Fue entonces, precisamente en ese instante, cuando una pareja que parecía salida de la nada, se puso a bailar en medio del gentío. 

Él vestía un traje negro de raya diplomática con chaqueta entallada y una corbata en gris perlado. Pulcro. Impecable. Zapatos acharolados, muy brillantes. Pelo engominado. Y un fino bigote perfectamente recortado, a lo Errol Flynn, que acentuaba elegantemente sus rasgos varoniles.

Ella, por su parte, llevaba un vestido de tubo atirantado, en color gris oscuro destacando sobre el blanco, falda de orilla avolantada y por detrás media espalda al descubierto. Lucía una melena semiondulada, suelta y ligeramente cobriza. Y calzando, unos peep toes de salón y color negro.

En su evolución por el parqué, ambos bailaban muy pegados la mayor parte del tiempo. Él, articulando un gesto serio y aparentemente frío, mirándola de vez en cuando de reojo, y, sólo de tarde en tarde, esbozando para ella una leve sonrisa, apenas perceptible. La ceñía por el talle con la diestra y casi sin soltarla. La llevaba de aquí para allá con un vigor siempre comedido, gran estilo y marcando el ritmo en todo momento. Moviéndose lo justo y necesario. Deslizando el pie por el suelo, dando algún giro corto y rápido con el torso o encogiendo y estirando la pierna al vuelo.

Ella, en un cuerpo a cuerpo perfectamente sincronizado con él, acompasaba cada uno de sus movimientos merced a un contoneo de caderas, dando pasos cortos con medios giros o entrelazando las piernas con las suyas acrobáticamente, mediante súbitos y alternativos anclajes en las ingles. Era pura sensualidad personificada...

En alguno de esos anclajes de vértigo y desmesurada carga erótica, ella volaba, fugazmente montada, sobre un muslo portante de él, mientras éste, sin soltarla, rotaba sobre su propio eje, como una peonza, siempre firme, vertical e impasible.

Ella, rendida ante la intensidad del momento, sonreía sin parar y lo miraba a él extasiada, como flotando en una tríada de pasión, magia y felicidad. Y entretanto, sus ojos de fuego lanzaban llamaradas por doquier. De tal calibre y magnitud, de hecho, que yo quedé carbonizado.

Completamente carbonizado.

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