Cuando pienso en esa manzana compartida que me llevo a la boca y disfruto con deleite, en la tela de la camisa que con eficacia recubre mi torso, en el metal brillante del que están hechas las monedas que guardo en mi bolsillo o en el aire costero que inhalo y expande sobremanera mis pulmones, me doy cuenta de que todo eso proviene de ti. Tú eres la raíz misma, el origen, el génesis. La causa primera de aquello que me da la vida, de aquello que me sustenta en éste, tu mundo.
Cuando cierro los ojos y escucho el canto de los pájaros, el cascabeleo alegre de las aguas que bajan por el arroyo, el susurro del viento penetrando el follaje de los árboles o el gran rugido multiplicado del jaguar, algo dentro de mí resuena y se estremece, ¡vibra! Y me hace sentir tan vivo, tan intensa y profundamente vivo... Tal vez, porque ellos y yo estamos hechos de la misma materia. Quizá, porque, en el fondo, somos lo mismo: hermanos de sangre.
Cuando te miro: redonda, azul, inmensa. Cuando observo los confines de tus continentes, el vaivén oceánico de tus aguas, o el palpitar de tu corazón de fuego, siento emoción y agradecimiento. Agradecimiento por tu luz, por tu calor, por tu abundancia, por tanta dicha que en mí no acaba. Y por todo ello, y por lo que no se puede explicar con humanas palabras, yo te honro; y te amo:
Madre.
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