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Conexión



(Diario de Amira).

Domingo, 20 de abril.

Ayer, me bajó la regla y me sentía muy sensible. Sensible e inquieta. Notaba un dolor palpitante mordisqueando mis entrañas, como si toda yo me desgranara por dentro.

Hoy, he amanecido triste, con miedo, y con la cabeza saturada de preguntas y de dudas. Supongo que por eso necesitaba salir de casa, respirar un poco de aire fresco y despejarme.

He ido muchas veces al bosque. No sabría decir cuántas, pero muchas; desde que era pequeña. Lo conozco palmo a palmo: cada árbol, cada piedra, cada sendero, cada madero del pontón que cruza el arroyo... Porque el bosque es, de este mundo, mi lugar preferido. Mi lugar secreto cuando quiero estar sola y desconectar de todo. Así que he vuelto allí al mediodía.

De camino, el viento de la primavera soplaba racheado y con vigor. Sus ráfagas me empujaban por la espalda, impetuosamente, con violencia. Pretendían derribarme. Aunque yo ya me sentía por los suelos...

En el cielo, allá arriba, nubes y claros. Y una bandada de estorninos chillando a coro, desesperadamente. Parecía que les persiguiera el mismísimo diablo. Era como si el entorno reflejara, mi propia alma, a modo de espejo. Como si lo que me rodeaba y yo fuéramos la misma cosa: algo unificado y compacto.

Una vez en el bosque, me senté al borde del pontón, me descalcé y dejé colgar mis piernas. Entonces, justo en ese momento, el viento comenzó a amainar, volviéndose una tibia y apacible brisa. Luego, se hizo el silencio. Sólo un mirlo cercano, percheado en la rama de un roble, entonaba un canto de trinos aflautados, gorjeando y repiqueteando elaboradas frases, transmitiéndome un mensaje cifrado en un código amoroso. Una melodía preciosa. Tanto, que aún puedo sentirla en mis oídos...

Justo después, las nubes se disiparon y el cielo regresó a su azul inmaculado de siempre. Un Sol radiante brillaba hasta los confines del Universo, hasta el infinito. Y yo, con los ojos entreabiertos, observaba sus rayos de fuego filtrándose por el espeso follaje tembloroso de los chopos, cuyas hojas titilaban aleatoriamente.

Bajo mis pies, meciéndose alternativamente en un rítmico vaivén, discurría murmurando mi arroyo de aguas frescas y claras. Sus percas evolucionaban moviéndose en zigzag mientras que los lucios chapoteaban al acercarse a la superficie. Y, por momentos, unos y otros se quedaban quietos y parecían mirarme a los ojos, fijamente. Me sobrecogí.

De repente, el bosque entero era la red que frenaba mi caída hacia los abismos. Me abrazaba y me sostenía con cariño sobrehumano, me cogía de la mano y me acariciaba el pelo con una ternura nunca vista, insuflando en mi corazón una suerte de aliento mágico y poderoso, capaz de desintegrar mi pena y mi tristeza eficazmente.

Y vive Dios que así fue.

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