Han pasado tres mil setecientos millones de años desde aquello, pero parece que fue ayer...
Por aquel entonces, mi primer supercontiente, Vaalbará, se había separado de las aguas del gran superocéano Mirovia. Yo era tierra. Tierra firme, y agua, y aire... y fuego volcánico.
Un buen día de aquella era, miré al cielo y sentí que éste me envolvía amablemente, como un manto protector. Y sentí, además, que yo lo amaba: su luz, su calor, su color rojo, su inmensidad. Y sucedió después, al observarlo con detenimiento, que descubrí en él las primeras nubes de mi historia. Sí, las vi levantándose por mi calor interno, cobrando forma, adquiriendo consistencia y condensándose poco a poco. Se configuraban de un modo espontáneo, agrupándose entre ellas y volviéndose cada vez más densas. Hasta que llegó el momento, ese preciso momento, en que sentí que mi amor era correspondido, que el cielo también me amaba a mí.
La interacción entre él y yo empezó aquel mismo día, justo después de que llegara a su cénit el Sol. Una masa nubosa de proporciones colosales lo había ocultado en el cielo, y una fina lluvia comenzaba a derramarse sobre mí con suavidad, componiendo el golpeteo de las gotas un murmullo multiplicado que se propagaba como un eco por el mundo, desde Laurentia hasta Avalonia, y desde Cimmeria hasta Meropis. Yo me sentía cálida y húmeda.
Luego, el aguacero global fue arreciando con progresivo brío, y en la evolución de aquel encuentro sin precedentes, mis aguas oceánicas comenzaron a agitarse como nunca antes había experimentado. El aire, carbónico y sulfuroso, ganó velocidad y se convirtió en viento. El viento en temporal. El temporal devino huracán. Y merced a esas lluvias primigenias, brotaron de mi cuerpo hecho de rocas ríos que serpenteaban, ríos de agua limpia y pura.
Luego, el aguacero global fue arreciando con progresivo brío, y en la evolución de aquel encuentro sin precedentes, mis aguas oceánicas comenzaron a agitarse como nunca antes había experimentado. El aire, carbónico y sulfuroso, ganó velocidad y se convirtió en viento. El viento en temporal. El temporal devino huracán. Y merced a esas lluvias primigenias, brotaron de mi cuerpo hecho de rocas ríos que serpenteaban, ríos de agua limpia y pura.
Las olas de Mirovia, encrespadas hasta rozar el mismísimo cielo, rompían con fuerza contra los acantilados costeros de Vaalbará. Y en aquel vaivén arcaico, en aquel flujo y reflujo incesante, todo era intensidad, movimiento y excitación.
En ese abrazo a escala planetaria que me regalaba el cielo, y al que yo me entregaba en cuerpo y alma, podía sentir su energía contagíandome: una corriente de naturaleza electrostática que se iba acumulando en la masa nubosa, haciéndola vibrar, rebosándola. Por resonancia, yo notaba mi núcleo de ferroníquel palpitando con ardor, como pudiera hacerlo el corazón de una estrella pulsante. Exactamente igual. Y tal que así, arrastrados ambos por un ímpetu imposible de contener, saltaron entre nosotros una serie de chispas a modo de centellas. Rayos enormemente alargados fulgurando en medio de la negrura, reventando la atmósfera con un ruido ensordecedor, como si un titán invisible la resquebrajara.
En esos momentos de éxtasis compartido con el cielo, yo me sentía infinita, máxima, fusionada con él. Sin distancia entre nosotros, sin tiempo que mudara las cosas. Todo era aquí. Todo era ahora. Él y yo: uno.
En la tarde de aquel día que nunca olvidaré, sentí que algo extraordinario estaba aconteciendo en mí. En lo profundo del amnios terráqueo, producto de aquellas continuas descargas eléctricas sobre mi superficie acuosa, algunas moléculas complejas habían comenzado a autorreplicarse. Fue como un milagro: la vida arrancando, latiendo, multiplicándose, creciendo dentro de mí...
Ya era madre.
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