En un tiempo pretérito y muy remoto, yo era parte integrante de la roca madre de un acantilado.
Por aquel entonces, los embates de las olas, que arremetían con fuerza en las escarpadas paredes de la titánica mole, socavaban progresivamente su estructura de arenisca, provocando algunos desprendimientos que caían a su base.
Recuerdo que yo me encontraba entre esos trozos de roca fragmentada, y que mi tamaño era similar al de una pequeña medusa. Mi apariencia, amorfa, llena de aristas cortantes y vértices puntiagudos; y mi textura basta, áspera y rugosa.
Como decía, al desprenderme de la roca madre, caí a su plataforma de abrasión, tal cual una piedra en bruto. Allí, seguí sometida durante milenios al continuo arrastre y al empuje del oleaje, y también al desgaste que provocaba en mí el roce y los choques con otras piedras. Así pues, de esa manera, con tiempo suficiente de por medio, fui puliéndome.
En el momento presente, he adquirido una forma completamente redondeada y una textura muy suave, aunque en mi superficie todavía quedan pequeñas hendiduras y muescas, que dan testimonio fiel de mi abrupto pasado.
Hace unos días, descansaba en una playa mediterránea de cantos rodados, junto con otros compañeros con los que hacía pila, cuando un ser humano se me quedó mirando fijamente y me tomó en una de sus manos.
Ahora, mi nuevo hogar es la una mesa de un soleado despacho. Sobre su superficie reposo apaciblemente, junto a una amatista tallada que me hace compañía. A veces, el ser humano que me colocó aquí hace sonar de algún modo el ruido de las olas del mar, lo que me trae recuerdos amables de mi pasado costero. Otras veces, me toma en su mano, me acaricia sin prisa y me mira con amor, como si por una de aquellas sintiera empatía conmigo.
Yo, no sé por qué, pero lo siento muy afín a mí.
Como si él y yo fuéramos,
literalmente,
almas gemelas.
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