Ir al contenido principal

Canto rodado



En un tiempo pretérito y muy remoto, yo era parte integrante de la roca madre de un acantilado.

Por aquel entonces, los embates de las olas, que arremetían con fuerza en las escarpadas paredes de la titánica mole, socavaban progresivamente su estructura de arenisca, provocando algunos desprendimientos que caían a su base.

Recuerdo que yo me encontraba entre esos trozos de roca fragmentada, y que mi tamaño era similar al de una pequeña medusa. Mi apariencia, amorfa, llena de aristas cortantes y vértices puntiagudos; y mi textura basta, áspera y rugosa.

Como decía, al desprenderme de la roca madre, caí a su plataforma de abrasión, tal cual una piedra en bruto. Allí, seguí sometida durante milenios al continuo arrastre y al empuje del oleaje, y también al desgaste que provocaba en mí el roce y los choques con otras piedras. Así pues, de esa manera, con tiempo suficiente de por medio, fui puliéndome.

En el momento presente, he adquirido una forma completamente redondeada y una textura muy suave, aunque en mi superficie todavía quedan pequeñas hendiduras y muescas, que dan testimonio fiel de mi abrupto pasado.

Hace unos días, descansaba en una playa mediterránea de cantos rodados, junto con otros compañeros con los que hacía pila, cuando un ser humano se me quedó mirando fijamente y me tomó en una de sus manos.

Ahora, mi nuevo hogar es la una mesa de un soleado despacho. Sobre su superficie reposo apaciblemente, junto a una amatista tallada que me hace compañía. A veces, el ser humano que me colocó aquí hace sonar de algún modo el ruido de las olas del mar, lo que me trae recuerdos amables de mi pasado costero. Otras veces, me toma en su mano, me acaricia sin prisa y me mira con amor, como si por una de aquellas sintiera empatía conmigo.

Yo, no sé por qué, pero lo siento muy afín a mí.
Como si él y yo fuéramos,
literalmente,
almas gemelas.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Catalina y Miguel: una historia de amor.

Valencia, 15 marzo de 2014. Torre de Santa Catalina: Miguel, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? Torre de El Miguelete: Poco más de trescientos años, Catalina. Catalina: Aún me acuerdo de cuando nací, a principios del siglo XVIII. ¿Te acuerdas tú? Miguel: Por supuesto que me acuerdo. Llevaba mucho tiempo solo, aquí, en medio de la ciudad, y entonces, poco a poco, fuiste apareciendo tú. No imaginas cuánto me alegré de tu llegada. "Por fin una torre como yo, cerca de mí", pensé. Catalina: Cuánto ha cambiado Valencia, ¿eh?, a lo largo de todos estos siglos... Se ha convertido en una metrópoli muy grande, enorme, y bulliciosa, incluso los seres humanos han construido máquinas voladoras que surcan sus cielos. Es increíble, ¿verdad?, de lo que son capaces las personas... Miguel: Yo llevo mucho más tiempo que tú en la urbe. Antes, incluso, de que los hombres de estos reinos llegaran a las Américas. Tú aún no habías nacido. Aquellos pasaban por ser tiempos

Vaalbará

Pangea fue un supercontinente que se originó hace 300 millones de años y que al fragmentarse (unos 100 millones de años más tarde) dio lugar a Gondwana y Laurasia , los dos protocontinentes precursores de los que existen hoy en día. Sin embargo, a lo largo de la historia de la Tierra han existido otros supercontinentes antes de Pangea ( Pannotia, Rodinia, Columbia, Atlántica, Nena, Kenorland, Ur ...), los cuales fueron fragmentándose y recomponiéndose en un dilatado ciclo de miles de millones de años. El primero de esos supercontinentes se denominó Vaalbará . Vaalbará es un vocablo hibridado que resulta de fusionar los nombres Kaapval y Pilbara , el de los dos únicos cratones arcaicos que subsisten en la Tierra (los cratones son porciones de masa continental que han permanecido inalteradas -ajenas a movimientos orogénicos- con el paso del tiempo). La Tierra hace 3.600 millones de años. Y el supercontinente Vaalbará conformado en medio del superocéano Panthalassa

Los indios no eran los malos de la película

Cuando yo era pequeño y veía las películas de indios y vaqueros en la tele, enseguida me identificaba con los vaqueros. No era de extrañar. A fin de cuentas, a los indios se les pintaba, a todas luces, como los malos, como los salvajes, como unos sanguinarios sin piedad. Sin embargo, los vaqueros, al contrario, eran la gente decente. Los colonos que llegaban a la tierra prometida y se sentían plenamente legitimados para conquistarla, para apropiarse de ella, para explotarla y establecerse allí con sus familias. Ese, aparentemente, era un noble propósito: conquistar un trozo de tierra para darle a tu familia, a tus hijos, la oportunidad de tener una vida mejor y más próspera. Y es, como digo, algo humanamente lógico. Porque, ¿quién no desea tener una vida mejor para sí mismo y para los suyos? Claro que, cuando dejé de ser un niño y me hice mayor, y me informé adecuadamente acerca de aquellos acontecimientos históricos, no tardé en comprender que los indios no eran los malos