Los dioses fueron generosos conmigo y lo agradezco. Me concedieron la gracia y la dicha de nacer en las altas montañas del continente Emagna, en el poblado Arance, junto a un río, el Inomai: el más largo, caudaloso y hermoso del mundo.
Decían los ancianos de la tribu que un ser humano cualquiera necesitaría, al menos, quince años de su vida para recorrerlo de principio a fin, y que al final de su itinerario había algo llamado mar.
Ólcar, el Intrépido, que vivió más de ciento cincuenta, llegó hasta el mar y regresó a nosotros para contarlo. Sus relatos acerca del él me sonaron tan fascinantes, tan embriagadoras sus descripciones, que, desde entonces, cada día de mi vida, soñé con ir allí para verlo con mis propios ojos.
Largo tiempo atrás, un buen día de primavera, justo con el comienzo del deshielo, construí una canoa y emprendí mi recorrido por el Inomai...
Recuerdo el principio de todo: el nacimiento en la falda del monte Opisrán. Aquellas aguas frescas y claras, murmurando con efervescencia entre los cantos rodados, avanzando cadenciosamente por el incipiente cauce fluvial. Entonces, todo era previsible y sereno.
Recuerdo, tiempo después, el tramo entre el poblado Atme y los bosques de Ulmeria: el encrespamiento de las aguas embravecidas, y las primeras cascadas, cuyo descenso accidentado por poco me cuesta la vida.
Recuerdo, más adelante, los meandros de Itria del Norte, dejarme llevar por la corriente durante días enteros, casi sin remar, comiendo los frutos jugosos y dulces de las quimionas arborescentes, sin tan siquiera orillar la canoa. Discurriendo felizmente entre la riqueza y la abundancia.
Recuerdo llegar al lago Argonea, en la provincia de Rutialar, y sentir pavor de sus traicioneras y feroces bestias subacuáticas. Querían devorarme sin piedad. Por eso, decidí evitar el peligro y proseguir el itinerario a pie, bordeando la margen oriental del río, hasta llegar a las tierras volcánicas de Siopna. Allí, volví a embarcarme.
Recuerdo, también, lo que vino después: el gran cañón del desierto de Grisia. La desolación que surge de la casi total ausencia de vida. El silencio más absoluto impregnando todas las rocas. La soledad más desgarradora que uno se pueda imaginar. Una larga y dura singladura de meses que no se acaban, alimentándome escasamente con las frinonderas amargas que encontraba de tarde en tarde flotando en el agua. Sin duda, aquello fue lo peor.
Recuerdo, con una emoción indescriptible, mi irrupción nocturna en el valle glaciar de Loraica. Allí, descubrí una nueva acepción de la palabra belleza, encarnada en los profusos racimos de algas luminiscentes que salpicaban de color el ensanchamiento fluvial de Odaira. Millones de luces de colores iluminando el lecho del río y brotando vivamente entre las burbujas carbónicas de las aguas termales. Nada más hermoso podía haber en este mundo. O, al menos, eso creía yo. Ingenuamente.
Mi llegada al mar coincidió con la aparición del primer cabello gris en mi cabeza. Habían transcurrido doce años desde que partí del poblado, en las altas montañas. Frente a lo descomunal de aquella masa acuática, comprendí que mi experiencia en Odaira sólo había sido un aperitivo de la hermosura que iba a encontrar en su inmensidad. Sólo diré que ese encuentro superó todas mis expectativas, que nunca había visto algo así, y que jamás osaría aventurarme en una descripción que no haría sino desvirtuar aquella vivencia singular e incomparable. Porque el Mar de Evania era un mundo aparte, y más allá de las palabras que se le pudieran asignar, para mí era único, especial e irrepetible, por encima de todas las cosas, por el modo en que yo me sentía en su presencia.
Llegué a él de noche, justo cuando la Gran Nebulosa de Dridma comenzaba a asomar multicoloreada y refulgiendo por la vastitud del horizonte. Contemplándola con fascinación y curiosidad, desde un promontorio costero a modo de atalaya, no pude dormir. Me sentía colmado, en éxtasis. Como si no cupiera dentro de mí mismo. Casi no podía respirar.
Dediqué siete meses a construir el barco que me llevaría con rumbo aleatorio por el Mar de Evania. Lo bauticé con el nombre de Lezaorte. Y al hacerlo pensé, pobre de mí, que un encuentro tan decididamente extraordinario y maravilloso sólo podía augurar un futuro apacible y tranquilo, exento de algunos de esos avatares e infortunios que había experimentado en mi trayectoria fluvial por el Inomai. Pero no fue así.
El Mar de Evania no era un río. Era algo muy distinto. Un salto cualitativo de mi vida fluvial a otra dimensión totalmente nueva. Para mí, representaba lo infinito, lo inabarcable. Un mundo diferente a todo lo que anteriormente había conocido. Como sus Islas Iticeas, con playas de arena de amatista. O los icebergs amarillos que se desprendían del litoral sulfuroso de Imasurna y nadaban en procesión hasta el arrecife coralino de Colicia, donde se deshilachaban. O el graznido multiplicado de las triperias plumosas, cuando acudían a desovar al atolón de Poltarián. Es tan grande mi memoria de todo aquello, tan numerosos mis recuerdos... Así las cosas, no todos los días de mi vida en sus aguas marítimas fueron calmos. También sufrí el azote de algunas olas arboladas y de vientos huracanados. De hecho, en una tempestad, la que marcó el fin de mi singladura evaniariana, Lezaorte zozobró. En uno de los violentos cabeceos, mi embarcación cayó de proa desde el vacío y el timón se partió, por lo que terminé estrellándome contra las afiladas aristas de los acantilados de Leurencia.
Sobreviví a todas esas vicisitudes y con los años regresé al poblado, coincidiendo con la aparición del primer mechón gris en mi cabeza. Me convertí en un hombre sabio.
Y como hombre sabio que fui, descubrí, a poco que empecé a atar cabos, que las relaciones que mantenemos con las personas son algo así como fue mi itinerario por el río Inomai: con momentos placenteros donde las aguas están calmadas y con momentos desafiantes donde se vuelven bravas y se agitan peligrosamente. Si bien es cierto que esa agitación las oxigena y permite que la vida surja y prospere en ellas. Dicho sea en honor a la verdad.
Luego, en mi caso, tuve la gran suerte de llegar al Mar de Evania, de vivir una experiencia única y maravillosa. Pero que no por ser única ni maravillosa iba a estar exenta de desafíos. Y tal vez por ser el mar mucho más grande que un río los retos son aún mayores. Doy fe de que es así.
Ahora, me pregunto cuánta vida me quedará por delante, y cuánto tiempo habrá de pasar hasta que todos los cabellos de mi cabeza se vuelvan grises.
Porque desde aquí huelo el salitre...
...y siento cómo la sangre me hierve...
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