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Marte y Venus



Quinta Era de la Tierra


Venus de mis entrañas:

Tres jornadas atrás, acabó la campaña del emperador Marco Aurelio en el norte del continente europeo. Allí, con un esfuerzo sin precedentes, debido a la feroz resistencia que ofrecían sus enemigos, se impusieron victoriosas sus legiones. Hubo ira, fuego y muerte. Pero también, honor. El de un pueblo glorioso que defendió con sangre y acero su libertad: Germania.

Conforme a mi condición, yo, Marte, había insuflado el espíritu de la contienda a unos y a otros. Una vez más, había alimentado el ansia de la guerra en los hombres. Y por ello, me sentía orgulloso. Pletórico. Máximo. El aplastante triunfo de Roma me produjo un desacostumbrado éxtasis. Desacostumbrado, digo, porque fue muy intenso, pero breve. Tanto, de hecho, que apenas pude saborearlo.

A la mañana siguiente, tomé el cuerpo de un lancero caído en combate y recorrí a pie el campo de batalla. Estaba sembrado de cadáveres y de carne mutilada. El paisaje, hediondo, y ceniciento por los salpicados incendios, me produjo asco, repugnancia. Vomité.

Por primera vez en mi vida, experimenté un sentimiento de rechazo hacia mi obra, de angustia vital insostenible, de dolor empático, de colapso... Los dioses, bien es cierto, somos creadores. Creamos. Es nuestra naturaleza. Pero yo me reconocía en aquel trance como un dios envilecido. Como venido a menos. El dios que conduce a los hombres hacia la discordia. Hacia una muerte segura. Hacia la perdición. Yo era el dios del horror. El dios de la destrucción.

¿Sabes, preciosa?, cada vez que me imbuía en las guerras de los hombres, cada vez que empuñaba una espada, cada vez que cargaba de aerolitos una catapulta, cada vez que embestía a golpe de ariete los cadalsos, cada vez que daba muerte certera al contrincante, ahora lo sé, estaba haciendo la guerra contra mi padre. Quería matarlo. Borrarlo del Universo. Hacerlo desaparecer. Desintegrarlo. Por no haber puesto nunca, jamás, con su abrazo amoroso el Sol en mi corazón.

Amada Venus, llevamos juntos más de un eón. He contado los días desde aquél en que te conocí. Bendito día. Y hoy mismo he comprendido el porqué de esa desazón que te he comentado.

Durante todas estas centurias, durante todos estos milenios, has estado a mi lado, regalándome a cada instante eso que sólo tú sabes dar de forma sublime y exquisita. No por azar eres la diosa del amor. Una clase de amor incondicional que ha traspasado las fronteras inherentes al espacio, al tiempo, y a mi propia alma guerrera. Una clase de amor, tal, que ha ido calando lentamente hasta los abismos más profundos de mi ser. Los ha alcanzado. Y los ha colmado de dulzura.

Cada noche de cada día que hemos yacido juntos en la infinitud del cosmos. En cada abrazo amparado por nuestras nebulosas. En cada beso estelar. En cada tierna caricia planetaria... siento que algo de mi ser se ha trasvasado al tuyo. Y algo del tuyo ha impregnado el mío. Me consta. Ya no soy el mismo de entonces. Ni me reconozco, ya más, como el dios de la guerra. Eso se acabó. Es el omega. Es el fin de una época.

Hoy, al amanecer, he vuelto lleno de gozo al Olimpo de los dioses. A darle a mi padre eso que nunca me dio él y que tanto merece. He regresado para abrazarle agradecido, para poner mi Sol en su corazón. Sí, he abrazado a Júpiter, mi todopoderoso padre, y me he despedido de él. Mi momento de amarle, ha llegado. Mi misión divina, cumplida está: Amor vincit omnia.

Es mi decreto, y mi decreto es ley, renunciar a mi condición divina y tomar el cuerpo mortal de un hombre joven. Quiero ser humano. Quiero vivir como humano. Y, llegada mi hora, quiero morir como humano.

Mañana mismo iré a la fragua de mi hermano Vulcano. Presto, le entregaré mi espada, mi escudo y mi yelmo encrestado. Con el hierro resultante de la fundición forjará un arado recio. Luego, desde allí, iré al mundo de los hombres. Mi espíritu encarnará. Me convertiré en un humilde y sencillo agricultor, de los que fecundan la tierra con amor.

Y si tú, hermosa Venus, luz de mis ojos,
quieres unirte a mí como mujer humana,
ten por seguro que me encontrarás
labrando un camino de felicidad
allí donde el Mediterráneo baña
las doradas costas de Hispania.

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