El cielo dibujado con un compás infinito y tallado en zafiro, salpicadas las copas arbóreas con los rutilos de un Sol cenital radiando fuego, resplandeciendo el pinar de la aldea en un vivísimo color verdeoro. Algo así como una incandescencia desbordante, pero apaciguada por el rumor sereno del arroyo de Las Justas. Un rumor que se ceñía al paisaje tal como la saeta de un reloj se ciñe a su resorte. Entraba el mes de julio...
Regresé a la casa heredada de mi abuelo después de más de treinta años de un nutrido periplo por el mundo. Quería echar raíces allí, lejos de la ciudad. Empezar una nueva vida, mucho más sencilla…
Al caer la tarde de aquel día primero, me prodigué por uno de los andurriales de la comarca, el de La Escarcha, el que conduce hasta la Ermita de San Telmo. Lugar donde encontré, apoyado en la pared de poniente, a Benito, el loco del pueblo. Cuántos años sin verlo…
Celia: el nombre de su hija. Una princesita preciosa. Su vida, su alegría, su todo... Hasta que un día de otoño, un día maldito aquel, se desnucó resbalando por una ladera. Criatura celestial…
Junto con ella, a un mundo ignoto y distante, se marchó también el sano juicio de Benito, su padre. Se le fue, entonces, para no volver nunca más…
Apoyado lo encontré en la pared de la ermita, sucio y desaliñado. La ropa raída, como su propia alma… El rostro desencajado, en una mueca casi grotesca... La mirada clavada en un ocaso herido y sanguinolento… El pecho hundido por una apnea de profunda derrota…
Lo saludé, sonriente y confiado, como esperando de la vida un milagro...
- ¿Qué tal, don Benito? ¿Cómo está usted? ¿Se acuerda de mí? Yo soy el hijo de…
- Mi niña chica… Mi niña chica… Mi niña chica…
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