La de arriba es una de las fotos más espectaculares y hermosas que he visto en mi vida.
Lo que se observa en ella es un gélido paisaje en el que aparece serpenteando el río Miass, en Rusia, el quince de febrero de dos mil trece, justo al amanecer.
Además de la neblina matinal y el Sol dorado que empieza a centellear por entre las ramas arbóreas, me llama la atención la forma de la nube estilizada y deshilachada que corona el bosquecillo.
Se trata, en realidad, del rastro persistente del meteoro de Chelyabinsk, el cual cayó a tierra a veinte quilómetros por segundo y a una distancia de unos treinta quilómetros por encima de la referida ciudad.
El masivo aerolito, al estallar en su entrada a la atmósfera, brilló por unos instantes más que el propio Sol, causando grandes destrozos e hiriendo a más de mil personas.
Y, sin embargo,
lo que quedó después en el cielo,
como un eco de su paso por el mundo,
fue una genuina, pura e inconmensurable belleza...
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