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Cheetah



Cheetah: El otro día me encontraba agazapado tras unos matorrales, con el viento a mi favor, y pude ver de cerca, como nunca antes lo había visto, a un león. Era un macho alfa, el rey de una gran manada. Me da apuro confesarlo, pero sentí envidia de él. Esa es la verdad. Envidia de su corpulencia, de su porte majestuoso, de su imponente y seductora melena, de su fuerza bruta y su fiereza, del respeto que le tienen todos los animales cuando ruge… En ese momento, hubiera dado lo que fuera por ser como él…
Padre Sol: ¿Eso significa que no estás conforme con lo que eres, hijo mío?
Cheetah: Es un hecho innegable, padre, que un león, un leopardo, una hiena o un simple babuino, cualquiera de ellos, es capaz de robarme una presa. No sienten ningún miedo ante mí. No les intimido. ¿Y cómo voy a ser capaz de intimidarles y de defender eficazmente mis presas si no soy corpulento?
Padre Sol: Creo que no sabes, Cheetah, que el león suele atrapar, sólo, dos o tres presas de cada diez que persigue, mientras que tú consigues atrapar seis o siete de cada diez. Eso es un triunfo. Eso es lo que te ha permitido sobrevivir, a ti y a los de tu especie, durante millones de años, a pesar de que a veces otros animales os roban las presas.
Madre Tierra: Y ese éxito, mi amor, se debe a tu singular esbeltez, a tu incomparable agilidad y a que todo tu cuerpo, cada detalle en él, ha sido creado minuciosa y portentosamente para que corras muy rápido, más rápido que cualquier animal que haya existido jamás en este planeta. Por eso, tú eres el rey imbatible de la velocidad. Ese es tu gran don. Y por eso eres único, y precioso, hijo mío. 
Cheetah: Madre… pero el león es tan fuerte… Yo ni siquiera puedo rugir...
Madre Tierra: Hijo mío… si pudieras verte con mis ojos... Si pudieras sentir por un momento el latido impetuoso de tu corazón sobre mi vientre después de tus aceleradas carreras, el brío desatado con que empuja tu sangre en cada diástole... Tu corazón es tan grande y tan fuerte... Si pudieras ver en ti esa belleza infinita que irradias cuando te yergues esbelto en tu atalaya, oteando el horizonte con tu vista de halcón… Ningún ser más hermoso camina en la sabana. Ninguno.
Padre Sol: Y por si eso fuera poco, Cheetah, eres el guepardo más amado de tu manada. Porque en tu mundo de cazadores veloces, tú eres, sin lugar a dudas, el cazador más veloz de todos. 
Madre Tierra: Además, ¿no te has dado cuenta de que todas las hembras jóvenes quieren aparearse contigo? ¿Es que no sabes que eso es así porque ellas sienten que tú eres, de entre todos tus hermanos, el mejor candidato para darles una prole?
Padre Sol: Lo creas o no, hijo mío, algún día serás el rey de tu manada. Serás el macho alfa. El líder indiscutible. El referente en el que todos querrán fijarse y verse reflejados. Y cuando eso ocurra, el viento, el trueno, y hasta la mismísima centella, te admirarán y darán cuenta de ti al resto de animales.
Madre Tierra: Y ahora, mi amado Cheetah, ¿por qué no haces lo que mejor sabes hacer en este mundo? Aquello que te hace tan feliz. ¿Por qué no te entregas en cuerpo y alma a tu propia esencia de corredor? Deja que te impregne la velocidad. ¡Vívela! ¡Disfrútala! Es en la carrera cuando te creces, cuando te multiplicas, cuando das lo mejor de ti y te vuelves divino.
Padre Sol: Sí, hijo mío, corre, como el gran guepardo que siempre has sido. Como el gran guepardo que eres. Como el gran guepardo que siempre serás. ¡Corre, corre, corre...!

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