Londres. Corría el año 1898.
Una de las mayores ilusiones que compartíamos por aquel entonces mi mujer y yo, tener una hija, latía en nuestro corazón con un ímpetu acrecentado por la efervescencia de la recién llegada primavera.
Una de las mayores ilusiones que compartíamos por aquel entonces mi mujer y yo, tener una hija, latía en nuestro corazón con un ímpetu acrecentado por la efervescencia de la recién llegada primavera.
Cindy me había expresado hacía poco sus ganas de ser madre. Un deseo sumado al mío propio, que me hacía sentir extraordinariamente motivado, como si me hallara en el apogeo de mi vida. Como que el momento de ser padre, por fin, había llegado.
Si algún día te apetece tener un hijo conmigo, Richard, llévame a París; a la habitación de un hotel desde la que pueda observarse el Sena, me dijo Cindy cuando aún éramos novios.
Elizabeth, nuestra preciosa y amada princesita, nació el uno de enero del nuevo año, de 1899.
En mi nuevo rol paternal, yo me sentía plenamente realizado, y el hombre más afortunado del mundo. Porque atestiguar sus primeros pasitos y balbuceos, contemplar la redondez de su sonrisa en mitad de su carita angelical, verla crecer sin cesar y cada vez más rápido, sentarla en mis rodillas mientras le contaba cuentos y observarla en su incesante interacción con el mundo era, literalmente, como si el Sol se hubiera colocado en el centro de mi corazón.
Elizabeth, nuestra preciosa y amada princesita, murió siete años más tarde, en pleno verano, atropellada por un coche de caballos, cerca de Hyde Park.
Arrastrada y profundamente herida por la melancolía, una parte de Cindy se marchó también con la pequeña. Y en lo que a mí respecta, lo único que me alejó de la desesperación fue una fantástica idea que abrió en mi mente una puerta a la esperanza.
Decidí abandonar mi cátedra en la universidad, así como las clases que impartía en la facultad de física. Viviría desahogadamente de la fortuna que heredé de mi padre. Necesitaba cada segundo, cada minuto y cada hora del día para poder materializar el artefacto que me devolvería a mi pequeña Elizabeth. Los necesitaba, sí, y a toda costa, para poder construir la máquina del tiempo.
Largos años tuve que dedicar para que estuviera completamente terminada y operativa. Y cuando así fue, languidecían ya bajo la hojarasca del jardín los últimos días del mes de octubre de 1910.
Entraña un cierto peligro rencontrarte después de una década de ausencia con tu niñita del alma. Corres el riesgo de sufrir un infarto por la emoción. O el de asfixiarla bajo la presión de un también emotivo y desmesurado abrazo. No obstante, la máquina funcionó a la perfección y pude regresar al pasado, justo un día antes de que Elizabeth falleciera. De esa manera, con suficiente antelación, dispuse de tiempo para cambiar los planes: al día siguiente la pequeña se quedaría sin salir de casa, evitando de ese modo la fatalidad de ser atropellada accidentalmente por un carruaje.
Con todo, la inconmensurable alegría de recuperar a mi chiquitina se vio truncada con violencia cuando a la mañana siguiente, justo en la misma fecha de su anterior fallecimiento, al entrar mi mujer y yo en su dormitorio, la encontramos muerta en su camita. La espita de su lámpara se había estropeado por alguna razón, escapando el gas hasta alcanzar una concentración letal en el ambiente.
¿Alguien es capaz de imaginar lo que se siente cuando ves morir al ser que más amas dos veces? Yo, sí.
El bueno de mi padre, militar de alto rango que en gloria esté, me decía a menudo: No te rindas jamás, Richard. La grandeza de nuestra civilización no ha sido construida por los que se rinden.
Treinta y seis veces, ni más ni menos, fueron las que viajé al pasado con el propósito de salvar a Elizabeth. Y tantas veces como lo hice, fracasé. Un carruaje primero, un escape de gas, después; la escarlatina, un golpe en la cabeza al patinar en el hielo, un accidente en la bañera, una espina de pescado atorada en la tráquea… Un niño de siete años puede morir de tantas maneras... Y todas tan tristes, tan lamentables, tan dolorosas para un padre...
En ese último viaje, el que hacía el número treinta y seis, un condensador de antimateria de la máquina explotó inesperadamente, proyectando trozos de metal como si fueran metralla. Yo perdí una pierna, y el vehículo temporal quedó completamente destrozado, aniquilado, hecho añicos… Como mi esperanza.
Pero entonces lo comprendí todo. La clave me la dio una palabra que no dejaba de resonar en mi mente, como un eco multiplicado en una cueva fría: destino.
En el destino de Elizabeth no estaba escrito cómo iba a morir, pero sí que aquella tibia mañana de verano, irremediablemente, dejaría este mundo. Y lo de la explosión de la máquina, por la que tan alto precio pagué, no hizo sino elevar al nivel de mi conciencia la sensación de que algo en mi vida cojeaba, que yo no estaba yendo por el camino adecuado, y que me había obcecado obsesivamente con una idea llamada a fracasar.
Ahora, merced a la serenidad que me ha conferido el tiempo, he retomado mis clases en Oxford, y un fin de semana de cada mes imparto cursos de metafísica en Londres. Respecto a mis experimentos, he empezado a trabajar muy ilusionado sobre un prototipo de pierna ortopédica, articulada mecánicamente, que quizá esté listo y funcionando en un par de meses.
Por lo demás, el próximo fin de semana me voy con Cindy a París…
Me ha encantado Carlos. Has explicado de una forma preciosa algo que es muy dificil de explicar. besos
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