Conocí a Luis Antonio Dos Sicilias en dos mil cuatro. Yo paseaba en solitario por el puerto deportivo de Jávea. Era un domingo de julio por la mañana, cuando a lo lejos, delatándolo una tríada de imponentes mástiles y un velamen harto extraño, reparé en un velero sin parangón de más de cincuenta metros de eslora.
Invadido por la curiosidad del fenómeno, apreté el paso con impaciencia en dirección al muelle de barlovento, para, así, poder observar más de cerca, y constatar, lo que en la distancia se antojaba ser la promesa, o, más bien, el juramento, de un navío de los que rompen moldes.
Sobrecogido y atónito, casi extasiado, me paré frente a aquella maravilla tecnológica. Una máquina tan perfecta y exquisita, tan por doquier portentosa, que diríase estar viva, poseer un alma, una personalidad, incluso un corazón palpitante, como aguardando anhelosa la voz de mando del patrón para levar anclas, hacerse a la mar, surcar las aguas azulencas, y, tal vez, ¿por qué no?, capaz de cualquier cosa, como parecía ser, encumbrarse y surcar también los cielos.
¿Qué nombre le has puesto?, le pregunté emocionado al que a todas luces era su dueño (afanado en cubierta, como si lo conociese de toda la vida). Amundsen, respondió amable y sonriente. Nunca imaginé que algo tan bello pudiera hacerse realidad, añadí. Yo, sí, remató Luis.
Carlos: De hecho, me parece tan precioso que me entran ganas de acariciarlo.
Luis: Se me ocurre algo mejor. ¿Por qué no subes y nos acompañas? Vamos a zarpar en diez minutos. Incluso puedo invitarte a almorzar, si te apetece.
Carlos: Acepto encantado. Será un placer. Por cierto, yo me llamo Carlos.
Luis: Y yo Luis Antonio, Luis Antonio Dos Sicilias -aclaró, con discreto orgullo-.
Luis, como yo hubiera hecho también, trataba al Amundsen cual si fuera un ser vivo. A decir verdad, como a un ser humano. Y era comprensible. Yo nunca había visto nada igual. El Amundsen... Es recordarlo y se me eriza el vello. Y aquella misma mañana de julio, precisamente aquélla, acababa de estrenarlo su dueño y patrón.
Pese a ser una embarcación a vela de cincuenta metros, el Amundsen contaba con un sofisticado sistema de pilotaje asistido por ordenador que, a su vez, manejaba de forma robotizada el velamen, el timón y otros dispositivos navales. Tal que así, Luis se acoplaba a la cabeza una suerte de casco con visera traslúcida (en el que podía ver sobreimpresionada toda la información necesaria para la navegación) y una especie de guante sensorial enfundado en su diestra con el que era capaz de controlarlo todo desde cualquier lugar del barco. Es por ello que el Amundsen podía ser comandado por una sola persona. No necesitaba más tripulación.
Su tecnología punta acompasaba una belleza inacabable de líneas puras y estilizadas, de botavaras perfectamente torneadas, de tragavientos elipsoidales, de un afilado púlpito sobresaliendo en la proa... Cada escotilla, cada ventanuco, cada cruceta, cada reluctante tablón del entarimado de cubierta... Así era el Amundsen: máximo.
Setenta y cinco millones de euros. Más el amarre. Más el personal de mantenimiento en el dique seco. Más el servicio semanal de limpieza. Más los impuestos de lujo... Qué importa. Qué más da, cuando lo que amas, incluso más que a tu propia vida, es navegar, y oler el salitre, el silencio nocturno en la alta mar, el movimiento de cuchareo y cabeceo al arremeter las olas contra el casco, o cuando partes en la mañana y los charranes te acompañan mar adentro con su vuelo multiplicado y sus graznidos. Lo que sea necesario. Lo que haga falta. No importa el dinero. Los seres humanos hacemos locuras por amor.
Siguieron muchas singladuras a aquella primera. Muchas mañanas soleadas de estío. Muchos ocasos de los que jamás se olvidan, en mitad del Mediterráneo. Con ellos: en compañía de Luis y su amado Amundsen. Nosotros tres...
Pero con el devenir de los años, llegó la crisis. Luis había invertido una fortuna en el negocio inmobiliario. Arriesgó mucho, en un mercado altamente volátil, pero como siempre había arriesgado; con la confianza, con la certeza absoluta de que al final ganaría. Sin ninguna duda, así sería. Nada podía salir mal. Los dioses estarían de su parte y le sonreirían. Además, Luis era afortunado por naturaleza. Todo un campeón en su clase, el primero... y el mejor.
Así las cosas, una mañana, hace un año y medio, le llamó su contable por teléfono:
Contable: ¿Tienes dinero, Luis? Me refiero... en alguna parte que yo no sepa.
Luis: ¿Por qué lo preguntas, Gonzalo? ¿Estoy en la quiebra?
Contable: Pues... me temo que sí.
Visité nuevamente a don Luis Antonio Dos Sicilias el domingo doce de agosto de este año. El Amundsen, su Amundsen del alma, su Amundsen tan querido, le fue embargado como otros muchos de sus bienes, para poder saldar su deuda pendiente con los bancos. Y a él lo encontré venido a menos, empero digno y elegante, como de costumbre, como quitándole importancia a su maltrecha coyuntura económica. Pese a todo, hacía gala de su sentido del humor y de su campechanía. Aparentemente estaba entero. Aparentemente...
Con algo del poco dinero que le quedó, compró un catamarán de segunda mano. Apenas doce metros de eslora. Nada comparable al Amundsen...
Partimos temprano en la mañana del puerto deportivo. Rumbo suroeste. Ciñendo el viento por la amura de babor. Sólo acompañados por el ruido de aquellas olas incesantes rasgándose contra el doble casco...
Luis se mantenía firme al timón y silencioso. Su mirada al frente, casi marcial, se había extraviado en algún punto del horizonte. Y él, parecía ausente...
Entonces, unas lágrimas acompañadas de un llanto ahogado por la marejada rodaron por sus mejillas.
Y yo supe que eran por Amundsen...
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