(Él) Simplemente, quería decirle algunas cosas a ella.
Decirle algunas cosas que me ardían dentro, pero sin hablar.
Porque las palabras, las más de las veces, se las lleva el viento. O se olvidan sin querer.
Y porque, en honor a la verdad, no siempre alcanzan a expresar lo que las personas sentimos.
Así que la conduje a un lugar único, que para mí lo era, del que ya le había hablado en algunas ocasiones...
(Ella) Después de haber aterrizado en el continente, llegamos junto al lago cayendo la noche. Allí, me senté sobre una roca y él tomó distancia de mí. Se quedó a unos pocos metros, observándome tibio y sonriente, entregado al momento con serenidad. Como si no pensara en nada. Como si no albergara expectativas. Como si todo estuviera bien tal como estaba.
Con mis ojos abiertos de par en par, fascinada por el espectáculo que me sobrecogía, miraba las llamaradas de la aurora boreal centelleando bajo aquel cielo rebosante de estrellas. Y me daba cuenta de que su inmensidad, la de aquella belleza sobrenatural, no cabía toda ella reflejada en el lago.
También escuché a una manada de lobos. El coro de aullidos de los machos en celo. Era tan intenso, tan emocionante, tan lleno de primitivos anhelos...
Más tarde, me llegó la fragancia exquisita de los abetos. Sentí cómo penetraba en mis entrañas, cómo se expandía en ellas hasta rezumar por mi piel. Entraba en mí y salía. Entraba y salía, en un dulce vaivén.
Luego, cerré los ojos y sentí el roce del viento en mi rostro. Cómo me envolvía. Su vigor. El amor infinito con que me abrazaba.
Entonces, en ese momento, lo comprendí todo. Le comprendí a él.
Comprendí lo que quiso decirme sin palabras.
Perfectamente.
Comprendí lo que quiso decirme sin palabras.
Perfectamente.
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