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La niña amada



Papá: Graciela, sé que esta mañana te he levantado la voz y te has asustado. No está bien decir las cosas como yo te las he dicho, y te pido perdón. No quería hacerte daño.
Graciela: No pasa nada, papi. Luego me has hecho reír y se me ha olvidado todo.
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Graciela: Papi, ya he metido toda mi ropa sucia en la lavadora. Ahora tienes que poner tú el detergente, ese líquido que huele tan bien y apretar el botón para que dé vueltas.
Papá: Me siento orgulloso de ti, Graciela.
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Graciela: Papi, no me apetece recoger mis juguetes. Es que hay muchos tirados por el suelo y estoy cansada. Quiero ir ya al parque para jugar con mi amiga Alicia. Ayer me dijo que también iría hoy.
Papá: Cariño, recoger los juguetes es tu responsabilidad. En cuanto lo hagas, nos vamos al parque. Seguro que Alicia ya estará allí esperándote y con muchas ganas de verte.
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Graciela: Papi, ¿quieres que te cuente por qué mi osito de peluche tiene miedo de los pájaros?
Papá: Claro que sí, mi amor. Me encantaría que me lo contaras. Te escucho.
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Graciela: Papi, ¿por qué cuando intento ir en la bici sin las ruedas pequeñas me caigo?
Papá: Porque estás aprendiendo. Es cuestión de equilibrio y de que confíes en ti misma. Ya verás cómo podrás hacerlo muy pronto. Tú eres capaz de conseguir todo lo que te propongas. Y yo estoy aquí para ayudarte.
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Graciela: Papi, ¿qué diferencia hay entre querer y amar a alguien?
Papá: Pues que cuando tú quieres a alguien quieres estar con esa persona. Eso es lo que más te importa. Pero cuando la amas, lo que más te importa es que esa persona sea feliz.
Graciela: ¿Y tú me amas, Papá?
Papá: Sí, preciosa, te amo; con todo mi corazón.

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Catalina y Miguel: una historia de amor.

Valencia, 15 marzo de 2014. Torre de Santa Catalina: Miguel, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? Torre de El Miguelete: Poco más de trescientos años, Catalina. Catalina: Aún me acuerdo de cuando nací, a principios del siglo XVIII. ¿Te acuerdas tú? Miguel: Por supuesto que me acuerdo. Llevaba mucho tiempo solo, aquí, en medio de la ciudad, y entonces, poco a poco, fuiste apareciendo tú. No imaginas cuánto me alegré de tu llegada. "Por fin una torre como yo, cerca de mí", pensé. Catalina: Cuánto ha cambiado Valencia, ¿eh?, a lo largo de todos estos siglos... Se ha convertido en una metrópoli muy grande, enorme, y bulliciosa, incluso los seres humanos han construido máquinas voladoras que surcan sus cielos. Es increíble, ¿verdad?, de lo que son capaces las personas... Miguel: Yo llevo mucho más tiempo que tú en la urbe. Antes, incluso, de que los hombres de estos reinos llegaran a las Américas. Tú aún no habías nacido. Aquellos pasaban por ser tiempos

Vaalbará

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Los indios no eran los malos de la película

Cuando yo era pequeño y veía las películas de indios y vaqueros en la tele, enseguida me identificaba con los vaqueros. No era de extrañar. A fin de cuentas, a los indios se les pintaba, a todas luces, como los malos, como los salvajes, como unos sanguinarios sin piedad. Sin embargo, los vaqueros, al contrario, eran la gente decente. Los colonos que llegaban a la tierra prometida y se sentían plenamente legitimados para conquistarla, para apropiarse de ella, para explotarla y establecerse allí con sus familias. Ese, aparentemente, era un noble propósito: conquistar un trozo de tierra para darle a tu familia, a tus hijos, la oportunidad de tener una vida mejor y más próspera. Y es, como digo, algo humanamente lógico. Porque, ¿quién no desea tener una vida mejor para sí mismo y para los suyos? Claro que, cuando dejé de ser un niño y me hice mayor, y me informé adecuadamente acerca de aquellos acontecimientos históricos, no tardé en comprender que los indios no eran los malos