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Naranjas enteras


Había oído hablar del tema: las medias naranjas. ¿Y quién no? Sin embargo, en el naranjal, todas éramos naranjas enteras. No tengo la menor duda. Había algunas grandes, otras pequeñas, otras, póbrecillas, enmohecidas y fofas, otras magníficas y rutilantes... como fuera, pero siempre enteras. Total: naranjas para dar y vender. Tal vez por eso, algunas se daban y otras se vendían. Lógicamente.

Que no, que no... Que no recuerdo ninguna media naranja; por lo menos, de nacimiento. Que luego alguien las cortara con un cuchillo en dos mitades, no te digo que no. Puede ser. Yo, ¿qué quieres que te diga? Recuerdo, solamente, naranjas enteras. ¿Te enteras?

Y te recuerdo a ti, especialmente. Sí, a ti. Tú, tú. Sí... tú. No me pongas esa carita de inocente. Simplemente, he dicho que te recuerdo especialmente. Especialmente, porque eras especial. Me gustaba tu calibre y tus proporciones, el intenso tono de tu piel, tornasolada según le daba la luz. Eras tan redonda e inmaculada, tan hermosa... Destacabas de entre todas las demás. Pero, sobre todo, me gustaba tu perfume: esa mezcla tan aromática de fruta fresca y de flor de azahar. Cuánta belleza rebosabas, mi querida cítrica, cuánta belleza...

Y me gustabas, también, porque te parecías mucho a mí. Por las asombrosas coincidencias que nos asemejaban, y que, sin quererlo nosotras, nos volvían afines. Ya sabes a lo que me refiero: las dos nacimos en el mismo árbol, en la misma rama, el mismo día. Las dos crecimos juntas, templadas a fuerza del viento, de algunas heladas y de mucho Sol. Hasta que, al fin, y a la par, maduramos.

Así que ahora te pregunto: ¿no crees que ya va siendo hora de que nos fundamos en un abrazo amoroso, que extraigamos todo el jugo que llevamos dentro y que lo mezclemos?

Seguro que el zumo resultante es muy, muy, muy dulce.

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