Esta mañana de domingo nublado y desapacible, al levantarnos, te has colocado tu rebeca de color ocre, te has estirado las mangas hasta cubrir casi por completo tus manos y me has pedido que encendiera la chimenea, que tenías frío.
Al cabo de un rato, he echado en ella algunos troncos recios y un buen montón de agujas secas de pino; tal vez, demasiadas.
Al deflagrar el combustible, unas llamaradas vigorosas y altas como espigas de cereal se han erguido súbitamente, irradiando un intenso calor que se ha expandido por todo el salón.
Entonces, en ese preciso instante, te he mirado fijamente a los ojos,
tú me has mirado fijamente a los míos,
y los dos hemos ardido,
por momentos,
en una pira...
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