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El secreto de Héctor



5 de enero de 1972

Sargento de la policía política: ¡Levántate de la cama y vístete! ¡Te doy un minuto!
Héctor: Pero, ¿qué es lo que he hecho? ¿Por qué me detienen? ¿De qué se me acusa?
Sargento de la policía política: ¡Cierra el pico, si no quieres que te rompa los dientes, y vístete!


20 de septiembre de 1985

Periodista: Señor Lescano, imagino que es consciente del impacto que ha tenido en nuestro país, y en el mundo entero, su liberación. Una liberación que ha tenido lugar merced a la amnistía que le ha concedido el nuevo gobierno democrático. Usted, un poeta subversivo, ha estado preso durante más de trece años en una celda de dos por tres metros, con un pequeño ventanuco por el que apenas entraba la luz del Sol, y sin más contacto con seres humanos que con su propio carcelero. Pero lo sorprendente es que, a pesar de esta terrible experiencia de confinamiento, los informes periciales concluyen que usted no solamente disfruta de una excelente salud física sino también mental. De hecho, me parece sorprendente, por no decir increíble, que apenas haya envejecido. ¿Querría usted contarnos, contar a nuestra audiencia, cómo ha conseguido tamaña proeza?
Héctor: Verá, cuando entré en aquella celda, en un espacio tan lúgubre y restringido, en un primer momento tuve la sensación de que había perdido por completo mi libertad. Sin embargo, poco después, me di cuenta de que, en realidad, seguía siendo libre. Libre, me refiero, para tomar decisiones, decisiones que, con el tiempo, configurarían mi destino: enfermar, volverme loco y morir o mantenerme sano, fuerte y salir adelante. Yo elegí la segunda opción. 
Periodista: ¿Pero cómo consiguió no volverse loco?
Héctor: Dediqué cada día, y cada minuto que pasé allí, a estar lo mejor posible dentro mis limitadas posibilidades. ¿Sabe usted?, una gran parte de lo que vive el ser humano es el resultado de una experiencia sensorial que, en forma de impulsos eléctricos, llega al cerebro. Pero cuando nosotros imaginamos que volamos, que tocamos a alguien o que olemos una rosa, por ejemplo, el cerebro no distingue si esa experiencia es real o imaginaria, y nuestra mente inconsciente tampoco. Y yo me aproveché de eso. Lo utilicé a mi favor. 
Periodista: Y cuéntenos, si es tan amable, ¿cómo vivía usted esa cotidianidad tan desafiante?
Héctor: Aparte de imponerme una férrea disciplina diaria para hacer ejercicio, el resto del tiempo, cuando no dormía o me ejercitaba físicamente, lo dedicaba a imaginar. 
Periodista: ¿A imaginar, dice?
Héctor: Sí, a imaginar. Imaginé una vida. Cada segundo y cada minuto de cada día, cada día de cada mes, cada mes de cada año... Imaginaba que me levantaba de la cama por las mañanas, que me duchaba, que me afeitaba, que desayunaba en la cocina, que leía el periódico, cada día con noticias diferentes. Imaginaba todos los detalles, incluso posibles contratiempos, los que a cualquiera pueden sucederle. Imaginaba que se me olvidaban las llaves del coche en casa y que tenía que volver para recogerlas. Imaginaba que se me quemaba la comida, que un día comiendo almendras me salía una amarga, o que salía un domingo a pasear con la bicicleta y me pillaba por sorpresa un aguacero. Imaginaba la sensación de acariciar a mi gato, la suavidad mullida de su pelaje, escuchar los matices aleatorios de su ronroneo o cómo mordisqueaba mi mano en un característico juego inofensivo. Imaginaba la textura del algodón de las sábanas de mi cama, el tiempo necesario para salir de ella un domingo por la mañana, el ruido del golpeteo de las contraventanas en los días de viento primaveral... Otras veces imaginaba que fantaseaba estando sentado en mi sillón rojo, cuando leía. Otras, que soñaba estando dormido. También he imaginado que tomaba el Sol en la playa, que me bañaba en el mar, que trepaba a los árboles, que salía por ahí, con mis amigos, que conversaba con ellos, que disfrutaba de su compañía. He imaginado que reía, que lloraba, que me enfadaba, que bromeaba con la gente de mi entorno. Incluso he imaginado que me ponía enfermo y que me curaba. En definitiva, que he dedicado más de trece años a imaginar la que podría haber sido mi vida en libertad.
Periodista: Supongo que le habrá resultado muy difícil sobrellevar la ausencia de Matilde, su novia. Sobre todo, teniendo en cuenta que usted fue detenido y hecho preso justo el día antes de su boda con ella.
Héctor: En realidad, afronté la ausencia de Mat con la misma estrategia que le he comentado hace un momento: visualizando mi relación con ella, cada día, y cada detalle, durante trece años. Me imaginaba caminando por la calle, cogidos ambos de la mano, cómo sus dedos se acoplaban a los míos, encajando perfectamente, el calor incandescente que surgía entre su piel y la mía, la humedad que crecía en los resquicios, el pulso compartido cuando las apretábamos con fuerza, una contra otra... Me imaginaba comiendo su lasaña de verduras con olor a romero, teniendo que esperar para que se enfriara el bocado, soplando mientras lo volteaba con el tenedor sobre el plato... y entonces ella me miraba sonriente y arrugaba la nariz. Otras veces me imaginaba triste y me abrazaba a ella. Yo me desahogaba y ella me escuchaba, acariciándome y besándome entretanto, con su ternura característica. Y más de una vez, y más de dos, me imaginaba su cuerpo desnudo junto al mío, en verano, cuando hacíamos la siesta en la hamaca del jardín. Imaginaba sus muslos firmes reposando en mi vientre, sus hermosos pechos sonrosados estrechándose en mi costado, su brazo rodeando mi torso, su pelo oscuro y brillante desparramándose por mi hombro, meciéndonos en un dulce vaivén. Imaginaba esa escena con las chicharras de fondo, frotando sus élitros en una sinfonía estridente que se propagaba junto con el aroma de los abetos, infinitamente, hasta alcanzar los riscos más escarpados del valle. En mi imaginación no había límites. El tiempo transcurría sin prisa. Y yo tenía todo el del mundo para estar con ella.

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