El amor de verdad no duele. Nunca. Jamás. Doler, lo que se dice doler, duele la querencia, que no es lo mismo que el amor. La querencia es el sucedáneo del amor, el falso amor. En definitiva: algo que parece amor pero que, en realidad, no lo es.
Queremos a alguien cuando queremos algo de esa persona. Por ejemplo: tenerla cerca, poder besarla o acariciarla, sentir que nos acepta, que nos trata bien, que nos regala su tiempo o su sonrisa, que le gustamos, que somos especiales para ella, que nos apoya, que nos da cariño... Entonces decimos que la queremos. Te quiero (porque quiero algo de ti).
Amar... es harina de otro costal.
En realidad, amar y querer no tienen nada que ver. Nada. Absolutamente nada. Y, sin embargo, visto lo visto en nuestra sociedad, parece que se confunden fácilmente.
Si yo te amo es porque deseo lo mejor para ti. Deseo que estés maravillosamente bien, que tengas salud, que seas inmensamente feliz. Es más: haré todo lo que esté en mi mano para que eso sea así. Y cuando lo consigas, me sentiré estupendamente... aunque todo eso pueda implicar que no estés a mi lado.
No, el amor de verdad no duele. Doler, lo que se dice doler, duele el desencuentro, el conflicto, el rechazo, la soledad no buscada...
El amor, para más señas, es la única cosa del mundo que al entregarse genera un sentimiento de plenitud, y no de pérdida, en el donante. Te doy mi amor... y me siento lleno. Así es la grandeza del amor. Así es su magia. Así es: incomparable a todo lo demás.
El amor, por si fuera poco, es la única cosa de este mundo capaz de disipar el dolor y el sufrimiento desde su raíz. Lo único capaz de arreglar lo irreparable. Lo único capaz de recomponer aquello que ha sido destrozado. Lo único capaz de sostener lo insostenible. Lo único capaz de convertir lo efímero en eterno.
Lo que da aliento, forma y duración a todo aquello que se manifiesta en el Universo.
E insisto: si es de verdad, no duele.
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