Tal cual si fuera ayer, cristalizado en mi alma como el rutilo de un cuarzo, recuerdo esa noche de frío y nieve, como nunca antes había visto, la de mi trigésimo noveno cumpleaños. Aquella madrugada, brumosa y malva, cuando te oí golpetear por primera vez la puerta de la casa. Tú eras entonces muy pequeño, y parecía evidente, observando el fulgor de tus ojos turquesa pero tristes, que te habías perdido en aquella inmensidad inabarcable, y a veces cruel, de los Territorios del Noroeste.
Te invité a pasar y a que te acercaras a la chimenea; y tú, con tu caminar indeciso, aún aterido, así lo hiciste. Entonces, te pregunté esbozando una sonrisa: ¿Cómo te llamas?, pero te me quedaste mudo, mirando fijamente el fuego, e hipnotizado, diría yo, con el aleatorio crepitar de la leña que ardía.
El caso es que, en medio de la tristeza de un momento como este, inevitablemente, acuden a mi memoria los recuerdos de toda una vida junto a ti. Aquellas largas noches de caza, a la luz de las estrellas, sumergidos en la espesura de los bosques de arces, salpicados por doquiera con los bramidos de los renos que acechábamos. O los días veraniegos de baños y Sol junto al lago de poniente. Los paseos vespertinos del mes de mayo por las veredas floridas del desfiladero, corriendo juntos ladera abajo...
¿Sabes?, las gentes de estos lugares no alcanzan a comprender el sentimiento que me une a ti, mi querido amigo. Piensan que estoy loco de atar. Pero ellos no saben que te debo la vida, cuando me salvaste de una muerte segura aquella vez que caí a la poza. Ni saben, tampoco, que nunca me has dado la espalda. Nunca, jamás. Siempre, desde que te conozco, has estado a mi lado, regalándome lo mejor de ti, sin pedirme nada a cambio. ¿Acaso no es eso amor? El mismo amor que yo te tengo y que me consuela ahora, en tu ausencia.
Y por si eso fuera poco, has sido la luz de mis ojos, mi guía infatigable por estos mundos de Dios, y el fiel compañero que ha cuidado de mí desde que perdí la vista, hace ocho años. Así que lo que tú me has dado no se paga ni con todo el oro que extraje otrora en las minas del Yukón. No se puede pagar porque lo que hiciste por mí no tiene precio. Así pues, mi deuda contigo es eterna; y mi agradecimiento, infinito.
Tú vive tranquilo ahora, querido Lázaro; descansa ya, te lo mereces. Yo te enterraré arriba del peñasco grana, el que se yergue al borde de tu arroyo cristalino y murmurante, donde tanto te gustaba refrescarte en los sofocantes días del estío. Ten por seguro, amigo mío, que yacerás al lado de la vida abundosa y serena, y que los insectos y los pájaros revolotearán incansablemente sobre tu recuerdo. Llegarán hasta ti, certeras y amables, esas canciones que la soledad me traiga, y el ruido acuático de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna.
A partir de ahora, coronarán tu memoria las auroras boreales, centelleando en una majestuosa cortina verdeoro cuyo filo empurpurado rasgue el firmamento desde la Columbia hasta Nunavut, incluso más allá del Círculo Polar Ártico.
Aun así, pese a toda la belleza de este mundo, te echaré de menos.
Echaré de menos tus aullidos en las noches de Luna llena.
Y el tacto suave y cálido de tu pelaje albino cuando te acariciaba.
Hasta siempre, Lázaro.
Estás en mi corazón.
Comentarios
Publicar un comentario