Carolina decidió subirse al péndulo. Quería balancearse. El balanceo le provocaba una suerte de vértigo. El vértigo le hacía sentirse viva. Comprobó Carolina que una vez subida al péndulo no podía bajarse. Lo aceptó. Al principio, como digo, todo anduvo maravillosamente. Era divertido, emocionante, delicioso. Sin embargo, el péndulo oscilaba de un extremo a otro. Con ímpetu. Incesantemente. Era su naturaleza, ser así: oscilante. El reiterado balanceo comenzó a marear a Carolina. La pobre sentía que perdía el equilibrio, que se caía. Era desagradable. Le hacía sufrir. Durante algún tiempo, Carolina hubo de convivir con esa sensación, con aquel malestar. No sabía cómo evitarlo. No veía la salida. El problema, aparentemente, no tenía solución. Por eso, su angustia crecía. Al cabo de un tiempo, Carolina hizo algo que no había hecho anteriormente. Algo muy simple. De tan simple que era, no había reparado en ello. Carolina, en un momento dado, miró hacia arriba, ha
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