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Sensualidad


Ayer por la tarde llegué a la playa pasadas las seis. Soplaba un viento del sur muy cálido y seco, hasta decir basta. Incluso el agua del mar, que acostumbra a refrescar en los tórridos días de poniente, parecía una hirviente sopa invernal.

Llegué a la playa, como digo, y planté la silla orientada hacia el mar para disfrutar de las mejores vistas, cuando, en un momento dado, reparé en
 una mujer sentada en su silla a unos quince metros de mí y a la izquierda.

Contaría una cincuentena, muy bien llevada, eso sí, la señora. No era especialmente guapa de cara, pero daba gusto mirarla. Tampoco poseía un cuerpo portentoso, aunque su piel era lisa, prieta, brillante... e invitaba a ser acariciada.

Os decía antes que había colocado mi silla orientada al mar con la intención de disfrutar de las mejores vistas, y, a ser posible, de las más estimulantes. Sin embargo, la coyuntura playera me sorprendió nuevamente con algo que captó todavía más mi atención.

Todo era normal y corriente en ella, en la mujer que os comento, hasta que comenzó a menear una de sus piernas, la que tenía cruzada sobre aquélla que reposaba sobre la arena...

Os confieso que me cuesta encontrar las palabras para explicaros cómo era aquel vaivén de su extremidad. Quizá porque sea algo muy sutil, un leve matiz, casi imperceptible, que se escurre, como el agua entre las manos, cuando quiseras definirlo.

Puede que ese indescriptible pero manifiesto erotismo que destilaba la mencionada dama, al imprimirle el citado balanceo a su pierna, naciera de su esencia de mujer y no de su miembro articulado. No lo sé... No acierto a entenderlo bien, la verdad. Lo que sí sé, sin género de dudas, es lo que ese movimiento de su personal idiosincrasia, que rezumaba feminidad por los cuatro costados, provocó en mi cuerpo de hombre. Y en mi alma; por supuesto.

Fue algo decididamente rotundo. Visceral. Intenso. Vivificante. Algo que en otras circunstancias, y en otro momento, me habría impelido a acercarme a ella sin reparos, con cualquier excusa, para entablar una conversación. Pero estaba acompañada...

Sin embrago, me quedé allí, sentado en mi silla, entero. Allí, sereno a los ojos de cualquiera, y, al mismo tiempo, agitado por dentro, cual si fuera un volcán en erupción, contemplándola a ella y a su eventual movimiento pendular, petrificado de pies a cabeza, clavado como un menhir en la arena que ardía. Allí: soñando...

...una casa de paredes encaladas junto al mar, una cama con sábanas de lino, una ventana entreabierta con las cortinas meciéndose al viento... y caricias, y besos, y abrazos...

Sin ninguna prisa...


(Foto por Carlos L. V.).

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