Durante todos estos días que llevo en la playa (nueve, a fecha de hoy), he tenido ocasiones múltiples, y a diario, para observar detenidamente a la gente. Es algo con lo que disfruto mucho. Me resulta de lo más estimulante.
En algunos momentos, durante la práctica de este ejercicio, he llegado a preguntarme si yo era un bicho raro o los raros eran los demás. Bueno, en realidad, la cuestión de fondo era algo así como qué es lo natural y qué no lo es.
Por ejemplo: si yo tuviera pareja me encantaría caminar con ella cogidos de la mano. Especialmente, en un lugar como la orilla del mar, en el que me parece que las palabras prisa o estrés no tienen cabida. Sin embargo, de las parejas que transitan arriba y abajo por la orilla del mar, que son un buen puñado, son contadísimas las que lo hacen cogidas de la mano. Insisto: contadísimas.
Otras tantas parejas se sientan en sus sillas o se tumban en la arena encima de las toallas, y me resulta extraño, hasta el punto de llamarme la atención, aquéllas que se prodigan besos cariñosos, caricias dulces o abrazos tiernos. Ya os digo: rarísimo de ver. ¿Será por pudor... o porque no sienten ganas de hacerlo? Pero... si es tu pareja, ¿cómo puedes no tener ganas de hacerlo?, digo yo, ignorante de mí.
Y es entonces cuando me pregunto: ¿Seré un extraterrestre? Porque si yo estuviera con mi pareja haría en público todo eso que os he mencionado. No constantemente. Ni de forma empalagosa (porque no es mi estilo). Pero lo haría. Y seguramente, con cierta frecuencia.
No hace falta que os diga, pero lo diré de todos modos, que en ningún momento estoy hablando de ser vulgar ni obsceno. Por supuesto que no. Estoy hablando de expresar corpóreamente el afecto que te despierta una persona. En particular, tu pareja.
No sé a vosotros, pero la verdad es que a mí me encanta sobar y que me soben. Sí habéis leído bien: sobar. No sé qué concepto tendréis de este verbo, pero a mí me suena de maravilla, y me encanta. Y creo, puestos a decir, que convendría elevarlo a una categoría más digna que la que normalmente le adjudica la gente (la de ser un acto sucio, feo o pecaminoso).
Bueno, os estaba hablando de la corporeidad, de la expresión en público de nuestras emociones, o de ciertos impulsos muy viscerales, como darle un pellizco en el culo a tu pareja, o que ella te dé una tanda de besos sonoros; por ejemplo. ¿Realmente son gestos que requieren de una gran intimidad? ¿Tan indecorosos son que hay que andarse con ciertos miramientos antes de llevarlos a cabo? ¿Está mal visto hacer todo eso en una playa? Es que casi nadie lo hace.
¿Sabéis? Verdaderamente, me sorprende la facilidad con la que muchas personas expresan en público su enfado, la facilidad con la que unas se dirigen a otras de forma ruda o desconsiderada, la facilidad con la que el ser humano expresa su violencia, ya sea física o verbalmente, ante los demás... y, por contra, la dificultad que tiene, en general, la gente para expresar su afecto, su cariño y su ternura en público. Como si todo esto fuera improcedente o inapropiado.
Lo cierto es que ni siquiera tenemos que irnos al ámbito de la pareja para reparar en estos fenómenos extraños. Basta observar lo tremendamente limitada, por no decir precaria, que resulta la afectividad que una mayoría de padres expresan hacia sus hijos. Lo cual se ve muy claramente en un lugar como la playa (donde, curiosamente, casi todo el mundo va medio desnudo, cubriéndose lo mínimo). Porque, igualmente, es infrecuente verlos en actitudes tiernas, cariñosas o afectuosas. Raro verlos acariciándolos, o dándoles besos o abrazos. Pero raro, raro, raro.
Y luego, vas por la calle... y es tan poco habitual ver a dos personas que se dan un largo y tierno abrazo... que cuando lo ves llama la atención poderosamente. O tampoco es nada habitual que una pareja en la que ambos tengan más de treinta años se dé un apasionado beso en la boca. Pero vamos a ver, una de dos: o la gente no tiene ganas de hacer eso en público o bien tiene ganas y las reprimen por pensar que es inadecuado.
En fin... creo que este mundo sería muchísimo más agradable si empezáramos a soltarnos un poco más. Y, sobre todo, si fuéramos capaces de quitarnos de una maldita vez ese rancio y trasnochado miedo a tocar, a besar, a abrazar, a ser dulce y tierno. Siendo que es algo que nos encanta a todos.
¿O no?
(Foto por Carlos L. V.).
(Foto por Carlos L. V.).
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