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La cura

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"¡Qué alivio!".

Vivo al lado del campo. Cruzo la calle y ya estoy en la huerta. Me asomo por la ventana y lo que veo son quilómetros de un horizonte verdoso y salpicado de vegetación. Llevo más de un año y medio observando este paisaje, escuchando sus sonidos y disfrutando de sus múltiples matices. Me he acostumbrado a él y ya me resulta totalmente familiar. Lo conozco bien. Hace un par de días que escucho a los pájaros cantar en mayor cantidad y con más intensidad que días atrás. Lo percibo claramente. Ha habido un antes y un después desde el comienzo de la cuarentena. También me he dado cuenta de que los gatos callejeros están adoptando nuevos y curiosos comportamientos. Ahora, por ejemplo, deambulan, incluso en manada, más allá de sus territorios habituales. O se detienen en mitad de la calzada sin preocuparse. O se aventuran a explorar campos aledaños. Incluso alguno se atreve a subirse, para otear, al capó de un coche. El caso es que la drástica reducción del tráfico de vehículos y

Universo ("Un Verso").

Dios - Mamá, estoy aburrido. Es que me siento tan pleno y tan lleno de amor que ya no sé qué hacer. Madre de Dios - ¿Y por qué no creas un gran poema? D - ¡Vaya! ¡Qué gran idea! No se me había ocurrido. MdD - Un poema como nunca antes se haya creado, un gran verso que haga honor a tu naturaleza divina, amorosa, luminosa y creativa. D - Sí, me encanta la idea. Lo voy a hacer. Voy a crear un poema infinito y eterno. Un verso que estará compuesto por cada cosa, por cada ser y por cada acontecimiento que yo manifieste. Voy a crear un verso con palabras que serán galaxias, estrellas, planetas, planetas con seres vivientes, incluso planetas con seres inteligentes. Y les daré todos los eones del tiempo del mundo para existir, aprender, crecer, gozar y ser felices. Y he que un buen día, en uno de esos planetas, uno de color brillante y azulado, de entre todos los seres inteligentes y conscientes que lo habitaban, uno de ellos en particular, poeta de profesión, se dio cuenta

Los hombres que aman a las mujeres

Iria de mi corazón, hija mía: El otro día, me dijiste que a la mamá de una compañera de tu clase la había asesinado su marido y que tu profesora dijo que ese hombre la había matado por ser mujer. Pero déjame que te diga una cosa, cariño: ningún hombre mata a una mujer por ser mujer. Los hombres que matan a las mujeres lo hacen porque cuando eran niños, como tú, no recibieron suficiente amor de sus papás. De hecho, algunos fueron humillados, o abandonados, traicionados o rechazados. Sintieron un gran dolor o un gran sufrimiento, a veces en silencio, y nunca se ocuparon de curar esas heridas. Entonces, al hacerse mayores, el odio creció en sus corazones, como nuestra hiedra crece en el muro de nuestro jardín, desplazando al amor. Y cuando un ser humano odia, sea hombre o mujer, fácilmente puede hacer daño a otro ser humano. Un daño tan grande que, a veces, es capaz de matar. Aunque tú eres una niña pequeña (por fuera, pero muy grande por dentro), tienes un carácter muy optimi

Elegancia

El otro día, de regreso a casa en el metro, en el trayecto de Valencia a Torrente, había sentado, justo delante de mí, un hombre de unos sesenta años (aunque aparentaba mucho menos) junto a la que, con toda seguridad, era su mujer. Me llamó la atención su rostro noble y agraciado, adornado con un discreto bigote, y su compostura relajada y varonil. Os digo que, perfectamente, podría haber pasado por ser un actor clásico de Hollywood, al estilo de Errol Flynn. O quizá, con un poco más de imaginación, por un excelso emperador romano, como Adriano. En verdad, no me daba la impresión de que fuera un hombre particularmente acaudalado, ni su vestimenta era, precisamente, la de una marca elitista, pero todo en este buen hombre irradiaba dignidad y elegancia; por los cuatro costados. Cada gesto de sus manos, cuando, por ejemplo, manipulaba su teléfono móvil, o el modo en que descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas para acomodarse en el asiento; o cuando, pensativo, se rascaba

Los ángeles caídos

Hoy, miércoles, de camino a mi clase de yoga, en dirección a Torrent, en el vagón de metro, un hombre de mediana edad iba dejando junto a los pasajeros una serie de notas que decían tal que así: "No tengo dinero ni casa y tengo que alimentar a mis hijos. Por favor, pido una ayuda para poder comer y vivir. Muchas gracias". El buen hombre se acercaba a nosotros con la cabeza medio agachada, muy humildemente. Y con un tono de voz muy bajito, y muy educadamente, como para no molestar en absoluto, conforme colocaba la nota a nuestro lado, decía a cada pasajero: "Buenas tardes. Gracias", y sonreía discretamente. Después de dejar como diez o doce de esas notas, el señor ha vuelto al poco rato para recogerlas, pero ninguna estaba acompañada de monedas. Ni una sola. De hecho, nadie le había mirado a la cara. Como si no existiera. A la espera de su parada, el hombre, sofocado por el calor y visiblemente derrotado por las circunstancias, se apoyó en una vent

Doula

1ª. PARTE Después de un ciclo completo de nueve lunas, la joven muchacha sintió en su vientre opulento que el momento había llegado. Perfumada con jazmín, descalza y ataviada con un sencillo vestido de flores, a juego con las colinas veraniegas, se encaminó despaciosamente ladera abajo, hasta el mismo río. Entrado ya en el calendario el mes de agosto, aquella mañana luminosa y fértil, el sol se desparramaba por los páramos y las praderas, bronceando amablemente, como amándolos, los hombros brillantes y desnudos de la fémina. Una alegría profunda invadía su corazón al sentir en su vientre aquel palpitar tierno y vigoroso. Una deliciosa sensación colmaba su pecho al dejarse llevar por la marea emocional de sus entrañas. Y entretanto, mientras sonreía deambulando en su itinerario, ardientes anhelos a punto de encarnar oscilaban en sus ojos. Justo al encontrarse sus pies con las aguas del río, merced a un principio cósmico de resonancia, las de su propio mar interno