El otro día, de regreso a casa en el metro, en el trayecto de Valencia a Torrente, había sentado, justo delante de mí, un hombre de unos sesenta años (aunque aparentaba mucho menos) junto a la que, con toda seguridad, era su mujer.
Me llamó la atención su rostro noble y agraciado, adornado con un discreto bigote, y su compostura relajada y varonil. Os digo que, perfectamente, podría haber pasado por ser un actor clásico de Hollywood, al estilo de Errol Flynn. O quizá, con un poco más de imaginación, por un excelso emperador romano, como Adriano.
En verdad, no me daba la impresión de que fuera un hombre particularmente acaudalado, ni su vestimenta era, precisamente, la de una marca elitista, pero todo en este buen hombre irradiaba dignidad y elegancia; por los cuatro costados. Cada gesto de sus manos, cuando, por ejemplo, manipulaba su teléfono móvil, o el modo en que descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas para acomodarse en el asiento; o cuando, pensativo, se rascaba levemente el mentón.
El caso es que, minutos más tarde, el convoy llegó a nuestro común destino (la parada de "Torrent Avinguda"), y fue en ese momento final cuando esa elegancia que os comentaba alcanzó su apogeo. Sí, sucedió cuando este señor se puso en pie para apearse del vagón y se situó un poco por detrás de su mujer, para acompañarle la espalda con su mano, firme y a la vez delicada; como cuidándola, como protegiéndola...
Entonces, ella giró levemente su cuello y le miró cómplice y agradecida, con un respeto casi reverencial.
Y también, con una mueca de coqueteo en su sonrisa. La cual delataba, inequívocamente, un amor tan dulce como devoto.
Esa clase de amor,
raro entre los seres humanos,
que nada ni nadie puede destruir.
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