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La herencia de mi padre


Conforme transcurre el tiempo, poco a poco, el recuerdo de mi padre se va dulcificando en mi memoria. Fueron muchos los momentos agradables que viví con él y que, cada vez más, se me hacen presentes en el día a día. No en vano, once años compartidos con él, aunque esporádicamente (mis padres se separaron al poco de nacer yo), dieron para muchas experiencias.

Me acuerdo de los momentos en los que le acribillaba a preguntas: ¿Por qué caen las manzanas de los árboles y no las estrellas del cielo?, ¿Por qué las ruedas de los trenes no son como las de los coches?, o, ¿Por qué se enciende la luz cuando le doy al interruptor?...

La suerte que tuve, inmensa diría yo, es que mi padre era un hombre cultivado. Sabía de todo. Y conocía. prácticamente, todas las respuestas a mis inacabables preguntas.

En una época en la que Internet quedaba a varias décadas de distancia del futuro, mi padre se nutría frecuentemente de los libros. Leía todo cuanto caía en sus manos. 

Y, ¿sabéis?, es tan maravilloso tener sed y que tu padre te dé de beber...

Además, de todo esto, mi padre era un hombre particularmente habilidoso. Le dabas un trozo de madera y una navaja y te esculpía una pequeña figura, un busto humano, un rostro, un animal... Le dabas unas cañas, una cuerda y un trozo de papel y te hacía una cometa. O, mejor dicho: te enseñaba cómo hacerla. Los hechos le definían como un hombre creativo, inteligente e ingenioso. Así que fui un niño afortunado. Tuve el mejor padre que podía tener. Un padre hecho a mi medida.

Pero si hay algo que recuerdo con especial cariño es que mi padre me hablaba como a un adulto. Me enseñaba el nombre de las cosas. Me enseñaba a expresarme, y me corregía siempre que no lo hacía correctamente.

Año y medio después de que falleciera, a punto de cumplir yo los trece, me compré mi primer libro: La máquina del tiempo, de H. G Wells. El primero de una larga serie. Le siguieron muchos más...

Así las cosas, he llegado a comprender el alcance de aquella heredada afición a la lectura. Y no me refiero solamente al hecho de disfrutar de un amplio vocabulario o del don de la oratoria. Me refiero, especialmente, a cómo la lectura condiciona en gran medida tu estructura mental; y, a la postre, tu capacidad para expresarte. Cultivar la mente y desarrollarla te capacita para poder expresar fielmente, con precisión y detalle, lo que piensas y lo que sientes. Te proporciona una herramienta muy eficaz para poder comunicárselo a los demás. Y que los demás, a su vez, sean capaces de comprenderte, de ponerse en tu piel, de trasladarse a tu universo, a tus circunstancias, a tu realidad.

Me da pena observar cómo muchos padres, a veces, se dirigen a sus hijos como si éstos fueran tontos, como si no fueran capaces de entender ciertos conceptos o ideas, como si tuvieran una limitación infranqueable, simplemente, por su corta edad. Creo que a menudo son padres que desconocen, y, por tanto, subestiman, el enorme potencial de sus hijos.

Y me entristece, aún más, que muchos de esos padres no fomenten en sus hijos, con el ejemplo (por descontado), el hábito de la lectura, de la expresión oral, del adecuado uso del lenguaje. Porque un niño que crece escuchando sistemáticamente que las cosas son guays o feas o que uno sólo puede sentirse bien o mal será de adulto una persona con una mente acotada y con una capacidad de expresión muy limitada. Y, de una manera u otra, terminará sufriendo por ello.

Es lamentable escuchar a alguien cuando dice: Es que no sé expresarme o No sé cómo decirlo. Porque eso significa, esencialmente, que esa persona tiene restringida su capacidad de comunicación con los demás. Y es difícil que haya entendimiento entre las personas cuando no somos capaces de comunicarnos adecuadamente con nuestros semejantes, con otros seres que piensan y sienten, como nosotros.

Aunque amo el progreso y la tecnología, doy gracias por haber nacido en la época en la que nací: mucho antes de Internet; mucho antes de Facebook; mucho antes del Whatsapp. Yo nací en un mundo donde los libros y las bibliotecas eran la principal fuente de conocimiento.

También doy gracias a la vida por haber nacido con el don de la curiosidad y las ganas de aprender. Y, por encima de todo, por haber tenido un padre como el que tuve, que, con su ejemplo y buen hacer, me enseñó a valorar, a utilizar y a amar las palabras.

Ésas que, ahora mismo, sin ir más lejos, me permiten comunicarme contigo.

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