Me parece razonable, en el contexto de una economía de libre mercado, que un ciudadano pague cara la adquisición de bienes de lujo, ya se trate de un perfume parisino, un coche de alta gama o un apartamento en Marbella. A fin de cuentas, se puede vivir sin todo eso. Es decir, no se trata de productos de primera necesidad. Pero que un anciano con una pensión de menos de cuatrocientos euros, o bien una madre en paro con dos hijos a su cargo, tenga que pagar como artículo de lujo el agua, la luz o el gas me produce asco, vergüenza e indignación. Es decir, por ubicarnos: en un país como España esos servicios básicos, que las más de las veces son imprescindibles, están en manos de empresas privadas o privatizadas. Empresas que pactan entre ellas precios exorbitantes con el beneplácito y el amparo del gobierno de turno, y que, a la postre, hacen de su capa un sayo. Porque ancha, muy ancha, es Castilla cuando te asocias mafiosamente con un gobierno corrupto que te ríe las gracias, te
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