Si yo quisiera resumir con una frase lo que a mi entender le sucede a la Humanidad, de por qué las cosas están como están, y nos va como nos va, diría que, como especie, como colectivo, no vemos más allá de nuestras narices. Y para mí, es un fenómeno generalizado. Una afección que bien se podría denominar como miopía social.
Hoy, más que nunca, el ser humano vive alejado de los grandes horizontes. Ha perdido la perspectiva de las cosas. Y, sobre todo, la agudeza visual. El poder apreciar los detalles, incluso a larga distancia. Pero no sólo en el plano físico...
A la propia miopía intrínseca del ser humano moderno (desde el inicio de la Revolución Industrial, en el que comenzó a consumarse el gran divorcio entre personas y Naturaleza) se agrega la miopía del momento presente, la cual se ve favorecida por un estilo de vida en el que, cada vez más, se reduce nuestro campo visual.
El ordenador, la tablet, y, por encima de todo, el smartphone, además de propiciar la involución del Homo sapiens a Homo gibbosus (jorobado), fomenta una miopía visual cada vez más acusada. Y, con ella, la miopía mental.
A fin de cuentas, cada vez con mayor frecuencia, el ciudadano medio se sumerge durante largos minutos y sucesivas horas en la realidad virtualizada de la pantalla de su móvil; y luego, muy de tarde en tarde, al levantar la vista y mirar a lo lejos, descubre con resignación que ya le cuesta ver claramente lo que hay más allá de sus narices. O, simplemente, ni lo ve.
Los que no se resignan ante esta desventaja, acuden con esperanza al cirujano. Y éste, con la asistencia eficaz de la tecnología de vanguardia, obra el milagro, el portento, la maravilla, devolviendo la visión certera a su paciente.
Pero lo que no alcanza a curar el láser oftalmológico es nuestra miopía mental. Porque transcurrido el posoperatorio, seguimos sin ver más allá de nuestras narices.
Ver más allá de nuestras narices significaría, e implicaría, poder prever las consecuencias desastrosas de algunas de nuestras acciones y, actuando con inteligencia de antemano, evitarlas.
Sin embargo, nuestro estilo de vida, alentado por los medios de masas, las modas y las redes sociales, insuflan en nosotros un espíritu cortoplacista, al estilo de pan para hoy y hambre para mañana. Buscamos el placer inmediato, a cualquier coste, como una forma torpe (por cuanto ineficaz) de llenar nuestros vacíos internos (psíquicos, emocionales, espirituales...). Y eso nos lleva, muchas veces, a actuar sin prever las consecuencias. Y es que, a menudo, ni las vemos.
Personalmente, me parece urgente comenzar a aparcar un poco esa tecnología que tanto acrecienta en nosotros la miopía. Me parece esencial para nuestra evolución individual y colectiva liberarnos de la necesidad, con frecuencia compulsiva, de poner nuestra mirada en la pantalla del móvil, desconectándonos sistemáticamente de lo que ocurre a nuestro alrededor, en el mundo, y perdiendo la perspectiva de nuestro horizonte.
Recomiendo compensar esas prolongadas miradas a la pantalla del móvil con largas contemplaciones del horizonte; el que sea en cada momento. Entrenar nuestra visión remota, deleitarnos con la línea infinita que separa el mar del cielo, mirar a los riscos más alejados de las montañas, volver a caminar por las calles con altura de miras.
Nuestra visión ocular no es sino una metáfora precisa de cómo vemos la vida. Y si lo que pretendemos es transformar este mundo en un lugar más justo, más fraternal y más armónico, convendrá que aprendamos a ver más allá de nuestras narices.
Algo imprescindible para no estrellarnos.
O para no precipitarnos en el abismo.
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