Esta mañana, me ha despertado el golpeteo de la lluvia en el ventanal del dormitorio. El día ha amanecido gris y fresco, como queriendo anticipar prematuramente el final del verano. Y el caso es que, al levantarme, he pensado en ti. Hoy, me he acordado de cuando estuvimos juntos por última vez, hace poco menos de una semana. Hacía calor, así que fuimos a la playa a darnos un baño. ¿Recuerdas que al volver a casa estábamos rojos como pimientos? Bueno, tú como una gamba (sé que no te gustan los pimientos). En fin, debió de ser la sombrilla esa que compramos de oferta, que no filtraba bien los rayos solares...
Esa misma noche, la de ese mismo día, me puse a hacer cosas de trabajo con el ordenador, justo después de cenar. Total, que al cabo de un rato, me preguntaste que si veíamos juntos una película, una de Robin Williams, en la que se disfraza de abuelita. Y yo te dije que no, que tenía cosas importantes que hacer. Entonces, empezaste a preguntarme “por qué no” una y otra vez.
Tu persistente interrogatorio terminó por agobiarme. No podía entender la lógica de tu comportamiento. Pensaba que ya eras mayorcita como para actuar de esa manera. Que un no es un no, y no hay que darle tantas vueltas. Vamos, que la cosa no era tan difícil de entender. Que si te apetecía, podías ver esa película tú sola.
Sin darme cuenta, te traté fríamente. Y ya fuera por eso, porque no te saliste con la tuya, o por las dos cosas a la vez, te marchaste llorando al dormitorio. Cosa que me partió en dos el alma...
¿Sabes, preciosa?, ahora que no estás aquí, y con la perspectiva que me ha dado la distancia y el tiempo, he podido comprenderte. He conseguido, por fin, meterme dentro de ti y ver la realidad con tus ojos.
Me doy cuenta de que la respuesta a tu batería de preguntas estaba más allá de la mente y de las palabras. Ahora, comprendo que pude utilizar el socorrido lenguaje del corazón, y hablarte con besos, abrazos y caricias, pero que, en aquel momento, no supe hacerlo. No fui capaz de conectar con tus sentimientos. Y esto me pesa como una losa. Ni te imaginas...
Sí, daría lo que fuera porque estuvieras aquí, conmigo. Lo que fuera por poder acariciar tu pelo, olerte, y besar dulcemente tus manos. Lo que fuera por darte un abrazo, tan fuerte e intenso, que desintegrara todas tus dudas para siempre, todas tus preguntas de una sola vez; todas. Un abrazo tan infinitamente tierno y tenaz que me fusionara contigo, mi amor. Que fuera mi manera inequívoca, y para ti absolutamente certera, de decirte que estoy contigo, a tu lado, que eres lo más hermoso de mi Universo, y que te amo con toda mi alma.
¿Sabes?, recuerdo, como si fuera ayer, cuando saliste por la puerta de casa la última vez. Te ibas con tus amigos a la montaña, de campamento, a pasar unos días. Y me sonreíste justo antes de entrar al ascensor.
Y recuerdo, perfectamente, la intempestiva llamada del monitor jefe de tu campamento días más tarde, entrada ya la madrugada:
- ¿Es usted el padre de Laura?
- Sí, soy yo. ¿Ha pasado algo? ¿Está bien mi hija?
- Mucho me temo que... no tengo buenas noticias...
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