Si la cara es el espejo del alma, yo diría que los ojos son su ventana. La ventana por la que aflora la realidad interior de quien tenemos delante, y la ventana por la que podemos asomarnos a los paisajes que conforman ese alma y contrastar sus luces y sus sombras.
Tal vez por eso, son escasas las personas que aguantan la mirada cuando hablan con las demás, y quizá por eso, también, son pocos los que se atreven a mirar abierta y desinhibidamente a los ojos de su interlocutor.
Nosotros podemos serlo más o menos, pero nuestra mirada, irremediablemente, nos delata y nos hace sinceros. Que se mantenga firme y segura, clavada en los ojos del otro, o que oscile huidiza o caiga al suelo dirá mucho de quien esté detrás de ella, y, a buen seguro, pondrá de relieve sus intenciones, cualesquiera que éstas sean.
Efectivamente, hay miradas turbias que esconden oscuros propósitos y miradas limpias que denotan claridad y transparencia... a imagen y semejanza de sus dueños.
Pero la mirada no es sólo un signo delator de lo que somos, pensamos o sentimos en cada momento de nuestras vidas. Es, asimismo, o, puede ser, una eficaz forma de tender un puente que nos una empática o afectivamente con el otro.
Recordaréis que en la película "Avatar" los miembros de la tribu de los Na'vi (los seres azules) utilizaban una expresión en su idioma, a modo de saludo, que venía a significar algo como Te veo.
Te veo, tal como yo lo entiendo, significa que, más allá del juicio o de la etiqueta, te reconozco con mi mirada. Doy fe de tu presencia ante mí. Te trato como a un semejante. Significa que, en este momento, tú y yo somos uno.
Es un mecanismo tan decididamente poderoso: tener a alguien delante, esbozar una sonrisa, pronunciar su nombre y mirarle a los ojos.
Basta para que se produzca el milagro...
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