Sentada a la vera de la cascada, iluminada su tez por los rayos del un sol vigoroso, tranquila y serena bajo las ramas de su sauce preferido, con el alma concentrada en el vacío y el silencio, meditaba la hermosa Shakti. Era un día de un verano cualquiera, y el aire a su alrededor, impregnado de feminidad, olía a flores y a juventud. Un amor de fuego incendiaba los corazones de los hombres cuando Shakti caminaba por las callejas de la aldea, con su porte elegante y etéreo, sus ojos de jade y contoneándose alegremente sus caderas bajo las gasas de sus ropajes. Pero más que todos ellos, la amaba Shiva, el hombre de las montañas de oro. Amaba la sonrisa de Shakti y su dulce voz, amaba su forma de caminar y la completa delicadeza de sus movimientos, amaba lo que Shakti hacía y decía. Y amaba, por encima de todo, su espíritu y su grandeza, la pulcritud de sus pensamientos, la atípica nobleza de su corazón, la divinidad exquisita que rezumaba su ser... Era un día de un verano cualqu