El otro día, de regreso a casa en el metro, en el trayecto de Valencia a Torrente, había sentado, justo delante de mí, un hombre de unos sesenta años (aunque aparentaba mucho menos) junto a la que, con toda seguridad, era su mujer. Me llamó la atención su rostro noble y agraciado, adornado con un discreto bigote, y su compostura relajada y varonil. Os digo que, perfectamente, podría haber pasado por ser un actor clásico de Hollywood, al estilo de Errol Flynn. O quizá, con un poco más de imaginación, por un excelso emperador romano, como Adriano. En verdad, no me daba la impresión de que fuera un hombre particularmente acaudalado, ni su vestimenta era, precisamente, la de una marca elitista, pero todo en este buen hombre irradiaba dignidad y elegancia; por los cuatro costados. Cada gesto de sus manos, cuando, por ejemplo, manipulaba su teléfono móvil, o el modo en que descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas para acomodarse en el asiento; o cuando, pensativo, se rascaba
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